Entre cántaros de piedra y raíces de pasto el río Machuca recorre su cauce. Tiene un agradable olor a humedad. Solo conoce dos estaciones, cuando llueve y cuando para de llover. Cuando para de llover, a pesar de la poquita agua y a pesar del polvo, los habitantes del cantón no desaprovechan el verano. Los niños de por acá no caminan rígidos como en la ciudad, saben jugar y mover el cuerpo como la corriente que lleva el río o los mosquitos diminutos que van dejando surcos en el agua buscando huir del calor.

A primera vista, el mundo rural pareciera un mundo menor y poco importante, pero sostiene los otros mundos con los trabajos que la gente hace aquí, con sus manos. Tuve la suerte de pasar muchos veranos en este lugar, con mis hermanas y los amigos del barrio. Usábamos neumáticos cómo flotadores y ropa de verano como trajes de baño. Ciertamente la niñez tiene características irracionales, evidentemente las mías eran de júbilo.

Nos decían que en el río Machuca salía la llorona, que algunos monstruos rondaban por ahí, que había duendes, que bla, bla, bla y otras leyendas rurales que atormentarían a cualquier niña, a mí no. Hoy sigo creyendo que los adultos mienten y mucho. Decimos más mentiras que verdades. Sin duda, como adultos extrañamos ciertos aspectos de nuestra niñez, remover la tierra y las semillas de nuestra infancia.

Recuerdo extender mis brazos como ancas de rana, jugar con el agua del río hasta que mis dedos quedaran arrugados y chatos. Venerar las tardes así. Palpar el agua, hacer con mis manos una tacita y beber ese líquido puro hasta quedar inflada, para poquito tiempo después dejar escapar unas gotitas de orina. Al fin y al cabo se iban por un afluente natural. Juraría que mis hermanas y mis amigos hacían lo mismo, por las caras de susto y ataques de risa o tartamudez que los poseía por unos segundos.

El espléndido río Machuca nos sobresaltaba de emociones. Tenía un murmullo propio, un ruido horizontal y un canto dulce que complacía nuestros oídos. En mis pies sentía las oluminas nadar de lado a lado. Recuerdo los árboles de mango crecer, sin prisa, a la orilla del río, dejando caer algunas ramas que nos servían como columpios. Alguna que otra vaca acercándose a tomar agua. Escuchar las pisadas conocidas de los trabajadores de las fincas aledañas, aplastando el pasto, haciendo ruido con las botas de hule, saludando con un ¡ehhhhhh! regocijado.

La puesta de sol nos hacía recordar el momento oportuno para regresar a casa, antes del atardecer. En el trayecto, el agua ya se había evaporado de nuestras ropas. Otras veces tardaba más, dependiendo del calor.

Senderos, atajos y trillos naturales se volvían a formar durante el verano. En época de lluvia se tapaban o se hacían lodo y las piedras grandes bloqueaban nuestro paso. Estos recuerdos son de colores, como los mangos, las carambolas, los marañores y los jocotes, hasta las canciones que solíamos cantar en el río tenían color. Se dice que los niños perciben la felicidad de colores. Mi felicidad se reducía a estar ahí, en el río, a frutas, amigos y juego. Ahora son gotitas de recuerdos.

Los lugares cambian, muchos desaparecen, pero el río Machuca sigue regalándonos vida. Fluye constante y a veces se enfurece como cualquier obra majestuosa y delicada de la naturaleza.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.