El clima generado por el incremento de crímenes violentos en los últimos años ha sido aprovechado por distintos sectores políticos para urgir la aprobación del proyecto de Ley de Extinción de Dominio. Quienes apoyan la propuesta sostienen que su finalidad “oficial” es debilitar al crimen organizado atacando su patrimonio y despojándole de sus ganancias ilícitas. Incluso algunos llegan al extremo de citar un vacío refrán populista según el cual “quien nada debe y nada oculta, no tiene nada temer”, lo cual no hace más que evidenciar el profundo desconocimiento que mantienen algunos actores políticos y ciudadanos sobre lo que implica vivir en un Estado de Derecho. Y es que, como suele suceder, en medio de la alarma social generada por ciertos casos públicos se ha caído en un frenesí punitivo que pretende ignorar por completo los principios más elementales que conforman nuestro sistema democrático.

La realidad es que la aprobación de este proyecto de ley implicaría un retroceso de varios siglos en lo que a garantías fundamentales se refiere y promovería el retorno a un Estado Policía, al facultar al Ministerio Público a despojar a los ciudadanos de su patrimonio arbitrariamente y sin más prueba que su mero capricho. En efecto, el mencionado proyecto parte de una grosera presunción de culpabilidad e inversión a la carga de la prueba, en donde todo bien o incremento patrimonial no justificado se puede presumir de origen ilícito y sustraer en favor del Estado, aún cuando no se haya demostrado judicialmente y con certeza absoluta que dicho incremento o bien adquirido provenga de alguna actividad delictiva o ilícita. Así, se exige al ciudadano demostrar el origen lícito del patrimonio y se dispensa al Estado de su obligación constitucional de probar lo que afirma como consecuencia inmediata de la presunción de inocencia. En definitiva, esta inversión probatoria le otorga al Estado el poder absoluto para aplicar sanciones confiscatorias a sus ciudadanos sin necesidad de demostrar nada, bastando la mera sospecha infundada para violentar ese derecho a la propiedad. Con esta flexibilización de garantías la figura de extinción de dominio, lejos de fungir como herramienta contra el crimen pasaría a servir como arma de intimidación contra cualquier persona “incómoda” o que no se ajuste a la medida estatal requerida en determinado momento.

Además, esta ley propiciaría el surgimiento de resoluciones contradictorias en casos en los que por un lado se dicten sentencias absolutorias por duda en la vía penal por delitos como legitimación de capitales u otros relacionados —descartando la existencia de un hecho delictivo y rechazando el comiso de bienes por no haberse acreditado su procedencia o adquisición ilícita—, y paralelamente se ordene conforme a esta norma la extinción del dominio de esos mismos bienes o patrimonio pertenecientes al imputado absuelto por presumirse que proceden de una actividad ilícita —ya descartada en sede penal, pero que no requiere ser demostrada en sede de extinción de dominio—. Lo anterior indudablemente implicaría sentencias inconciliables que producirían una enorme inseguridad jurídica.

Tampoco es posible sostener —como pretenden algunos— que al ser la extinción de dominio un proceso de naturaleza administrativa no deben regir las mismas garantías, ya que la jurisprudencia vinculante del sistema interamericano de derechos humanos ha establecido que en materia represiva, sea esta penal o administrativo-sancionadora, deben siempre respetarse los mismos principios integrantes del debido proceso, lo que implica que en ambas vías debe prevalecer la duda a favor del ciudadano como barrera infranqueable a los abusos del poder estatal. En definitiva, cuando en una democracia la mera sospecha sin demostración basta para sancionar, son “quienes nada deben los que más deben de temer”, porque son los más expuestos a sufrir injusticias y abusos estatales.

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