La primera noche que llegaste a la casa, no teníamos nada que darte de comer. Hice un puré y descongelé un poquito de sopa de carne y lo revolví. Eso comiste.

Lapijama que teníamos para vos te quedaba enorme y esa primera noche no dormiste. Te despertabas cada 15 minutos llorando y te pasamos a nuestra cama. Te seguías despertando puntual, cada cuarto de hora.

La primera semana, te dimos chupón de leche cada vez que llorabas, y se te quemó el culito de tal forma que terminamos en el pediatra y probando todas las opciones comerciales de crema.

El primer día que íbamos para la piscina, por error te encerré en el carro, amarrado a la sillita, por más de dos horas mientas vos llorabas. Hubo que llamar a un cerrajero que cobró lo que le dio la gana, pero era eso o quebrar el vidrio. Cuando pudimos abrir, yo no dejaba de llorar y te asustaste más.

Pegabas gritos cada vez que te tratábamos de bañar, en tina, en ducha, alzado, con pañitos, con manguera. Y era marzo.

Durmiendo en tu cama nueva, sin baranda, te caíste al suelo y andabas con una chichota morada enorme en la frente.

Al día siguiente de que llegaste, tuve que ir a trabajar, a declarar en un juicio de todo el día y vos quedaste llorando, tirándome los brazos y gritando “¡Mamá!”

Insistí en darte comida muy sana, porque vos ibas a ser diferente a todos los chicos del mundo y nunca sabrías qué era un jugo de caja y te dimos jugo de naranja del palo de la casa. Te volviste a quemar.

Juré que te iba a entrenar para dejar los pañales de inmediato, porque mi abuela me enseñó a los 40 días de nacida. Ibas a aprender porque ibas a aprender porque ya con 16 meses era una vergüenza que anduvieras en pañales. Los seguís usando. Y además, desechables.

Cogí toda la ropita que traías, 3 cajas, y la regalé. Hice lo mismo con casi todos tus juguetitos. Volví la casa al revés. Comí helados, papas, galletas, chocolates. Subí 10 kilos.

Me sentaba en la orilla de tu camita a ver tus fotos de bebé, que guardó la familia de acogida, y lloraba descompensada de pensarte así tan chiquito, tan recién nacido, tan vulnerable.

No dormí 15 días. Anduve en piyama 15 días. Con el pelo en cola y la cara de loca. Sola, porque yo tenía que poder con todo. Porque no necesitaba ayuda. Casi sin comer y furiosa. Fúrica de que nadie me hubiera dicho que esto de ser mamá era tan agotador. Fúrica de imaginarme a alguien diciendo “Pero usted quería”. Fúrica de no entender qué me estaba pasando. Fúrica de sentirme tan incapaz, tan perdida, tan cansada y tan aburrida de estar todo el día con vos.

Después leí un libro. Después varias mujeres —algunas mamás, algunas no— me abrazaron con palabras, experiencias, consuelos. Y ellas me revelaron el secreto oculto de la maternidad: nunca estás segura de qué estás haciendo. Siempre sentís culpa. Hacé lo que te diga el corazón. No tenés que ser perfecta, ninguna de nosotras lo es. Todas estamos haciendo lo mejor que podemos con lo que tenemos. Te vas a equivocar. El va a estar bien. Procurá tratarte con cariño y compasión. No te olvidés de vos. Entre mejor estés vos mejor va a estar él. Las mamás no somos perfectas y eso está bien. No existen las super mamás. Y las que dicen que lo son, mienten.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.