Al final de un día pesado, en un parque, veo a dos hermanitos de pocos años jugando, riendo, abrazándose. Siento un bálsamo interior, una ternura que acaricia los pensamientos y dice bajito: el mundo está, en el fondo, bien. El cariño infantil es una de esas cosas que nos acerca a la definición misma de lo que es el bien. ¿Se podría despreciar ese sentimiento? Creo que no. Sin embargo, el vergonzoso trato a los migrantes sin papeles en la frontera sur de EE. UU. fue así coronado. Aduciendo querer evitar abusos, se prohibieron los abrazos entre los niños que la administración Trump detuvo y separó de sus padres, incluso entre hermanitos, según el desgarrador relato de Antar Davidson, quien fuera funcionario en una de esas prisiones. Estas son además un negocio muy lucrativo.
Tratando de imaginar lo que sienten estos niños, pocas cosas parecen más aterrorizantes que serle arrebatado a sus padres, estar aislado, en lugares desconocidos y acabar en una prisión que prohíbe hasta el impulso natural de reconfortarse en un abrazo. Muchos siguen separados hasta hoy y podrían no ver nunca más a sus padres. Se trata de tortura, no solo psicológica, y trae a la mente imágenes de las secciones infantiles de los campos de concentración nazis, sobre todo en quienes hemos podido visitar lugares como Auschwitz.
¿Que clase de ideología puede concebir e implementar semejante crueldad? Trump, esposo y nieto de migrantes con legalidad cuestionada, asegura que los migrantes sin papeles están “infestando” su país. Para su administración, esta deshumanización no solo sirve sus intereses políticos y su egoísmo, sino que es perfectamente justificable con Biblia en mano. El Fiscal General estadounidense Jeff Sessions incluso sonrió al defender este accionar citando a Romanos 13, que dice, en breve, que toda persona debe someterse a las autoridades porque estas han sido establecidas por Dios. La consejera evangélica de Trump también lo defendió.
Esta subordinación de la política a la religión —sea auténtica o para manipular la sensibilidad religiosa del pueblo— implica grandes peligros para la rendición de cuentas y la democracia. El más pernicioso es el apropio de una supuesta autoridad divina por parte de un gobierno de evidente origen terrenal. Esto es muy atractivo para quién busca evitar responsabilidades, porque implica autoproclamarse impermeable a la crítica, por sustentada que esta sea y sin importar las consecuencias. Si llego a creer que un mandato me viene de algún dios y logro además controlar o silenciar a quién podría criticarme, me yergo inmune a cualquier condena. Estamos frente a nada menos que la versión máximamente peligrosa de la falacia lógica del argumento de autoridad, porque, se nos dice, se trata de la autoridad última, incuestionable.
Hoy en día, las consecuencias nefastas de esta falacia son maximizadas por milicias islamistas como ISIS y Boko Haram. Sus despliegues de brutalidad, en nombre de Dios, han sido documentados con amplitud. Iglesias cristianas también han sido referentes en brutalidad escudada bajo mandato divino, por ejemplo durante las Cruzadas, la Santa Inquisición, la Conquista y el encubrimiento de clérigos pedófilos. No tienen derecho a olvidarlo. Tampoco tienen derecho a ignorar que la existencia de esos errores implica que sus predigas actuales podrían también contener errores graves.
Precisamente, otras consecuencias nefastas amparadas en la misma falacia surgen cuando se usa ideología religiosa para justificar discriminación contra minorías, e incluso contra la no-minoría que son las mujeres. Costa Rica, donde existe constante injerencia religiosa en la política, lo demuestra cada vez que Derechos Humanos, por ejemplo de personas infértiles o sexualmente diversas, son contrastados con alguna pauta religiosa adversa. Destaca también el absurdo caso de mujeres que deben interrumpir un embarazo para preservar su salud o vida, y todavía no pueden ampararse ni siquiera en leyes ya existentes.
Como lo demuestra la oposición a la fertilización in vitro (FIV), tales pautas son seguidas aun si no provienen de la Biblia, la cual lógicamente nada dice sobre fertilización. Cuando fue escrita, se desconocía que existen los óvulos y que estos son fertilizados. Pautas tomadas como verdad última pueden provenir de diversos escritos e interpretaciones del momento, en el caso de la FIV por ejemplo del Donum vitae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La furiosa oposición ideológica de la Iglesia Católica y de los partidos evangélicos, dirigida con frecuencia hacia temas que no les afectan, es usada también como cortina de humo para despistar la atención pública de temas que sí les afectan, como los serios cuestionamientos a su ética profesional y finanzas. Sobra decir que tales ideologías han sido refutadas de manera sistemática con datos y argumentos razonados, subrayando por ejemplo el carácter opcional del programa de Educación para la Afectividad y Sexualidad del MEP y la condición totalmente natural de la diversidad sexual.
Volviendo a la ideología usada por Trump, su portavoz también defendió con frialdad el maltrato infantil, afirmando que por ser legal es “muy bíblico”. Podrá resultar incómodo notarlo, pero su argumento tiene cierta coherencia interna. La Biblia no carece de edictos brutales ejecutados sin compasión; que lo digan, por ejemplo, los amalecitas (incluidos sus bebés, I Samuel 15:2-3), los primogénitos egipcios (Éxodo 11:4-6) y todo organismo terrestre salvo ciertas parejas de cada especie más una familia humana (Génesis 7:21-23).
Lo anterior por supuesto no implica, ni mucho menos, que cualquier pasaje bíblico ordene atrocidades ni que todo seguidor de la Biblia sea apologista de todas ellas, amén de la inverosimilitud histórica de esos eventos. La Biblia contiene, también, cantidad de pasajes compatibles con los Derechos Humanos y su defensa (p. ej. Mateo 5:3-12). Tampoco implica que toda atrocidad tenga causas religiosas. Lo que sí se desnuda es otro elemento peligroso de cuando la política es tomada rehén por ideas religiosas: la disparidad de interpretaciones posibles para esas ideas, con sus respectivos cismas y ejemplos de sectarismo violento donde cada facción asegura ser la que actúa bajo el verdadero mandato divino.
¿Dónde queda entonces la frontera entre cuales ideas religiosas escoger, cuales no, y quién delimita? La Biblia no parece brindar claridad definitiva. Quién siga fielmente la Ley, por ejemplo en Levítico y Deuteronomio, acabará rápidamente en la cárcel, a pesar de que Jesús afirmara que Él no vino a abolir esa Ley (Mateo 5:17-19). Por otra parte, las diversas autoridades religiosas que se atribuyen un poder de interpretación son seres humanos, y por lo tanto falibles, sin importar las voces que crean o no escuchar. El legado histórico de esas falencias está subrayado con la sangre y lágrimas de muchos inocentes, incluyendo incontables bebés ultrajados al amparo de la ideología del mandamiento divino.
La comparación entre brutalidad histórica y discriminación “cristiana” más actual es pertinente porque, aunque no siempre tengan consecuencias iguales, su núcleo justificativo es la misma autoridad, autoproclamada divina. “Cristiana” va entre comillas por no existir evidencia de que el Cristo bíblico discriminara directamente a personas sexualmente diversas o infértiles. Las epístolas de Pablo de Tarso con discriminación, dependiendo de las traducciones e interpretaciones del griego antiguo, (p. ej. I Corintios 6:9–10), fueron escritas… pues por Pablo y contendrían mas bien discriminación Paulina. En cualquier caso, las diferencias en magnitud entre consecuencias no son argumento para ignorar el peligro latente del principio usado para justificarlas. Además, el privilegiado tiene pobre autoridad moral para predicarle al discriminado que su sufrimiento no tiene validez suficiente.
Resultaría absurdo, y antidemocrático, prohibir que personas con diversos credos accedan a puestos de poder público. Sin embargo, para disminuir sesgos y los peligros antes expuestos, y al ser Costa Rica aún un estado confesional, la prohibición actual para clérigos católicos de acceder a algunos de esos puestos debe ser extendida a clérigos de cualquier credo. Mientras esto no suceda, queda solo la esperanza, quizás ingenua, de que tanto los clérigos como los creyentes que ostentan esos puestos demuestren la sabiduría para discernir que su mandato no es solo con su congregación, y la entereza moral para actuar acorde con el verdadero mandato que recibieron: con toda la amalgama de diversidad social que constituye un pueblo como el de Costa Rica.
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