El silencio como demanda al ejercicio político de las mujeres, se presenta hoy en el país, como requisito para ser legitimadas y gozar de la mínima condición de respeto. Cualquier coacción que logre de la presencia y palabra femenina un simbolismo cómplice, obtuso y decorativo, es la síntesis de lo deseado, como si se tratase de una capacidad, siempre vacía y en función de ser llenada por un hombre que se convence de su propia infalibilidad. Bajo ese requisito se presenta necesario usurpar la voz de mujer, con la interpretación correcta, con palabras ajenas, de quién le considera en deuda y que establece, como suerte de interés mínimo de existencia, la obligación de: mejor es callar.

Lejos de encausar debates sinceros mayores, lo cierto es que el síntoma descrito no representa ni inteligencia, ni originalidad alguna; por esta última cualidad es que la demanda de silencio hacia las mujeres pasa de lejos como un exabrupto más, como un berrinche tardío de crío, o como rasgo fundamental de una personalidad inamovible y, por ende, para algunas personas justificable. Como si se tratase de enfermedad social crónica, cualquier forma de obviarla responde bien a la necesidad de expropiar signos emancipatorios y recomendar, con ira y frustración, el silencio coercitivo. Yolanda Oreamuno escribió sobre la forma:

Pero que no hable, que esté callada, que se deje mansa, que se acume pasiva. Que no diga nada. Él odia su palabra […]  Cuando Aurora calla y se deja doblegar con esa instintiva obediencia idiota, él hasta puede pensar que es la otra” (1948, p.193).

Mientras Carmen Lyra ilustra la razón medular de las señales de desmesura:

Así no se contesta. Pareces mal agradecida y eso no está bien ¿Qué le parece Mariana, que tiene la mala costumbre de decir siempre lo que piensa?” (2009)

Al tiempo que, Carmen Naranjo revela una arista de la causa:

Algo cierto, fundamentalmente verdadero en la vida de las mujeres. La negación de la de la experiencia humana. Nacida dependiente, viviendo subordinada, conforme la figura del mito de Eva, no tiene derecho al conocimiento vivencial” (1991, p.19).

El carácter histórico de despojar a las mujeres de su voz política y vivencial, es decir, de su propia perspectiva y conocimiento, es el que cimienta el argumento de la interpretación antojadiza e incorrecta cuando se trata de una mujer que no concede beneplácitos. El contexto puede modificarse a la cotidianidad, al ámbito familiar o el profesional, siempre lo importante es mantener la voz femenina disidente circunscrita a la censura por “entrabar” y la sospecha por “desconocer”. Lo que deriva en una sociedad que intenta afrontar sus problemas desde una perspectiva parcial, condenando la palabra y enalteciendo el silencio, pero soñando acciones reformadoras.

Hanna Arendt dice:

La pregunta por los principios de la acción ya no alienta nuestro pensamiento sobre la política desde que la cuestión por las formas de gobierno y por la mejor forma de convivencia humana ha caído en el silencio” (1997).

Lo anterior no solo debilita la posibilidad de repensar las formas de gobierno, sino que desgarra la posibilidad de comprender que Democracia costarricense es un proyecto perfectible en emergencia de diálogo, en tanto que las mujeres costarricenses declaran:

Yo creo que este no es un país de democracia, sino de servilismo, es un país de conveniencia, de amiguismo, donde si usted habla y dice lo que es cierto queda marcado. Una democracia no es para callar”. (Herrera & Méndez, 2011, p.28).

Porque, además, si se cree que el fondo de la política es: “estar juntos los unos con los otros” (Arendt, 1997), lo cierto es que el silencio coercitivo de las mujeres es un deseo tan mediocre como no correspondido; como lo evidenciaba en 1910, la intención de la primera jurista costarricense:

Pensé, apenas abiertas las alas de mi entusiasta juventud, que la emancipación familiar, intelectual, civil y económica no podría conseguirse sin haber antes obtenido la política. Si cierto es que aquéllas llegarían por medio del voto, éste debía perfeccionar la última (Acuña, 2008, p.238).

Desde la convicción de mujer que ejerce su profesión de forma inexorable, el argumento principal en contra se desprende al disfrazar el ataque personal al abstracto de la sensibilidad del tiempo, por eso no se exalta la forma de la violencia sino su “loable” objetivo: abogar por la eficiencia. Esa eficiencia que se ofrece como maximizador racional y productivo, olvida que un país víctima de la corrupción de la clase política, introduce procesos de control que retan la paciencia y ciertamente, generan frustraciones.

Habría, entonces, que aprender de las mujeres cómo tratar la espera y las condiciones impuestas, ciertamente la intención de callarles es más antigua que toda noción de eficiencia; como lo relata la historia de muerte de Hypatía de Alejandría en 415 A.C; o como lo reflejan los trabajos de Mary Wollstonecraft en el siglo XVIII o Camille Claudel en el siglo XX.

Habría, luego, que reconocer que la dilatación de las exigencias políticas no son el mejor argumento para justificar la intención de callar a la mujer. Yolanda Oreamuno en 1933 se preguntó: ¿Qué hora es? Noventa y un años después, el deseo respondería algo parecido al dialogo por la paz social y la justicia; pero por lo visto en los últimos días, la respuesta viable tiene que ser más modesta, podríamos desear escuchar la voz descrita por Carmen Naranjo: “esa voz de la mujer viene de muy lejos, de la historia misma y resuena a veces con debilidad y otras con fortaleza. En algunas ocasiones logra que se oiga porque es una voz de autentica protesta”. (1991, p.45).

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