Los tiempos del ser humano no son los mismos que los tiempos del universo, que tiene unos 4500 millones de años de existencia, mientras que la vida en la Tierra existe desde hace unos 3500 millones. El ser humano apareció hace unos 2 millones de años y apenas hace unos 200.000 recibimos la última mejora cualitativa a nuestro organismo al evolucionar el neocórtex, una parte del cerebro dedicada a la toma de algunas decisiones de manera intuitiva como pieza clave de nuestro sistema de supervivencia.

Mientras tanto, de manera artificial hemos creado unidades para medir el tiempo de forma cronológica, con todas las implicaciones que ello tiene para nuestro quehacer cotidiano. Le hemos puesto precio al tiempo, hemos inventado la hora de entrada y de salida y la llegada tardía, y hemos estandarizado la hora a la que se empieza y se termina la formación académica para estudiantes en la niñez y adolescencia, como si todos aprendiéramos con la misma efectividad en los mismos tiempos del día.

Resulta llamativo que, en esta búsqueda por ordenar el quehacer humano, le hemos puesto valor al tiempo cronológico – medido de manera estándar en segundos, minutos, horas, días y años – y se lo hemos quitado al kairos, que es como los griegos denominaban el tiempo subjetivo, aquel que se percibe más lento o más rápido según cuánto estemos involucrados desde nuestras emociones y espiritualidad a un asunto. Existe la percepción generalizada de que cuando la estamos pasando bien, el tiempo pasa más rápido. ¿Qué tal si, en lugar de contar los años de vida, contáramos la cantidad de instantes de dicha y felicidad absoluta?

Esto nos invita a explorar las diferencias entre los valores – los principios éticos de los que se compone la integridad humana – y los valores monetizables, ya sean títulos bursátiles o documentos fungibles como cheques o billetes. Ambos inventos han generado una innecesaria tensión entre el ser y el tener, llevándonos a lo que podríamos describir como extractivismo, que es una actitud respecto a la naturaleza que consiste en maximizar la monetización en el menor tiempo posible a pesar de que ello implique una degradación de los recursos naturales que permiten la monetización en primera instancia.

No creemos que exista ningún ser humano que piense así de manera consciente e intencional. Sería epítome de la perversidad. Más bien, los plazos en los que anhelamos materializar el valor monetizable de una actividad contrarían los tiempos en los que la naturaleza se puede regenerar a sí misma y continuar floreciendo como lo ha hecho por tantísimo tiempo antes de que la especie humana evolucionara de entre la biósfera.

¿Cuál es el valor conservable de la Tierra? A cada persona le importará algo más o menos que a otros. Entre todos deberíamos ser capaces de hacer converger nuestras aspiraciones de manera que, cuando nos hayamos retirado de esta densidad terrena, continúe habiendo belleza, riqueza y bienestar para quienes nos sobreviven. Eso es legado, y forma parte del propósito que nos convoca como seres humanos. Habrá quienes hayan descubierto su propósito a temprana edad. A otros les tomará más tiempo. Lo importante es saber que ese día llegará.

Si cada persona tuviera la autoridad política o espiritual de una pequeña tribu de unos 160 individuos, tendríamos clarísimo lo que nos conviene a la colectividad y actuaríamos de conformidad. Ese ejercicio de priorización de lo colectivo sobre lo individual podría ser el sustrato de la gran revolución que la humanidad debe liderar por su propia supervivencia y la del planeta que compartimos con las demás formas de vida que, por ahora, sabemos que existen en el vasto universo.

Escuche el episodio 211 de Diálogos con Álvaro Cedeño titulado “Ecoplacismo”:

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