La esperanza entendida como depósito de la inacción, posee el riesgo de ser remanso, para eludir la mejora continua. La inactividad empieza a verse, como posibilidad legítima de evasión de la responsabilidad, en organizaciones donde el ambiente laboral destruye la voluntad transformadora, cuando esta se sabe urgente. Este impulso muchas veces termina sucumbiendo ante la presión que busca el desaliento al repensar las formas y cuestionar el tradicionalismo. Entonces, son voces como: - “Yo también cuando empecé me esforzaba igual” las que resquebrajan los cimientos de cualquier gestión por el cambio.

No obstante, el síntoma descrito no tiene por qué verse como exclusivo de lo público, puede ser descrito desde la cotidianidad del país, donde suele percibirse la voz conservadora que convence con toda prueba en contra, que no hay razones para cambiar, pues: - ¡Siempre se ha hecho de esa manera y/o todo el mundo lo hace así! El enfoque hacia la función pública parte del convencimiento que la reglamentación, dificultan la movilidad efectiva de los trabajadores mediocres. Esta condición favorece la estética de la esperanza, la cual crea una imagen de seguridad sobre el cargo a futuro, sin honrarlo en el presente, lo que deriva en la ilusión de merecer cada vez más.

La esperanza como afecto de la conducta humana, puede pasar desapercibida en esa faceta ilusoria, por su revestimiento religioso, y se maximiza en la actualidad, por las creencias pseudocientíficas proliferantes que presentan al deseo individual como condición suficiente y necesaria para la materialización de cualquier anhelo. Baruch Spinoza (1632-1677) advertía:

La esperanza es una alegría inconstante, la cual nace de la idea de una cosa futura o pretérita, de cuyo acaecimiento de alguna manera dudamos” (Spinoza, 1997, p.289)

La esperanza asidua supedita al trabajo consciente, y en acto, le llena de incertidumbre; por esa razón, quien desempeña su cargo de forma desvergonzada, a menudo demuestra que su alegría es efímera y su confianza endeble; porque tiene ilusión de merecer reconocimiento, pero sus esfuerzos no son consecuentes, lo que le obliga a mostrar enojo, solo entendido en función de la ilusión de ser indispensable. El propio sistema, en ocasiones, ayuda a alimentar la ilusión y permite que, por diversas razones, coincidan la ilusión de merecer y el reconocimiento. Esta correspondencia al no ser producto del trabajo consciente crea una cota de crecimiento personal pobre, y otra ilusoria; pero que se ve legitimada, toda vez que la posibilidad de reconocimiento sea injusta. De seguro muchas personas costarricenses, incluso fuera del ámbito público, estarían de acuerdo en recibir remuneraciones salariales por encima de su crecimiento personal real y consciente. Pues la esperanza sin esfuerzo y la ilusión derivada, tiene al menos una raíz en la moral, pues ¡Siempre se ha hecho de esa manera y/o todo el mundo lo hace! Por eso, la reflexión ética, proveniente de la filosofía como disciplina del saber sigue vigente y necesaria, pese a criterios mercantiles reduccionistas.

La esperanza entrega espacio a lo ajeno de la voluntad, lo que incide en la parálisis individual y el contagio hacia lo colectivo. La inacción condena al valor público que la ciudadanía otorga a los resultados institucionales, y de forma inevitable, si ese valor no coincide con el reconocimiento que se supone merecer, llegará el enojo y/o la frustración, de una o de ambas partes. El problema fundamental de propiciar estos escenarios adversos es que aumenta la probabilidad de inequidad y constante comparación entre unos y otros, alentando que se premie a quién pueda mostrar más enojo y desalentando a quién quiere entregar más trabajo sincero. Esto creará un ambiente social donde poseer cualidades de polizón se tolerará en silencio, como ventaja o atribución legítima de quién posea alguna autoridad. Se somete, además, a toda la institución a la sospecha de la obsolescencia, y más tarde, a la certeza de la ineficiencia. Antes de despertar de la ilusión de seguir mereciendo, la sociedad no encontrará coincidencia con el valor del servicio, y hasta pagarán, como si se tratase de un mal, para no sufrirlo más.

Con la entrada en vigor de las leyes de empleo público y de ajuste fiscal, los representantes políticos decidieron incorporar cambios obligatorios a la tradición, drenando la potencialidad de la esperanza e imposibilitando, al menos por un tiempo, la ilusión del reconocimiento. Lo anterior, tiene un problema mayor y ambivalente, por un lado, el mal funcionario para continuar en la tradición se circunscribirá en su enojo, pues no hay posibilidades de compensar su ilusión, excepto si puede o se le permite esforzarse menos. Por otro lado, los buenos funcionarios, los que sí merecen reconocimiento, al no verse compensados, ni de forma inercial, pueden huir o quedarse en su institución. La primera alternativa, busca equiparar su esfuerzo real con un mejor reconocimiento, a esto la prensa nacional le ha dicho: fuga de talentos. La segunda, merece atención especial, porque puede contener el potencial requerido para el cambio que fortalezca la institucionalidad del país, si se tiene la valentía del reclamo por el reconocimiento justo y la integridad para evitar se contaminado por un mal ambiente.

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