Costa Rica se enfrenta a una crisis a son de balas. Los titulares reportan a diario nuevos casos de homicidios, asaltos y balaceras. La sangre se derrama en las calles de San José, Limón, Puntarenas y Ciudad Quesada. La violencia permea cada rincón del país, desde los barrios marginalizados hasta los condominios de lujo. Detrás de cada estadística hay una tragedia humana.

Los números no mienten. Costa Rica cerró 2022 con 656 homicidios, la cifra más alta en su historia. Y 2023 pinta peor: en sólo siete meses y medio ya sumamos más de 550 asesinatos. De mantenerse esta tendencia, podríamos acercarnos a los 1000 homicidios este año, una marca impensable para un país que se jacta de ser una isla de paz en Centroamérica.

El impacto de la violencia no es uniforme. La provincia de Limón, por ejemplo, está en camino a alcanzar una tasa de 48 homicidios por cada 100.000 habitantes. Si eso llegará a suceder, Limón sería de las regiones más violentas del mundo (en la lista de los países con las tasas de homicidios más altos del mundo se encuentran naciones como Jamaica, Venezuela, Honduras con tasas alrededor de los 40 a 50 homicidios por cada 100.000 habitantes). Detrás de esta crisis humanitaria están poderosos motores que impulsan la violencia.

  1. El flagelo del narcotráfico y crimen organizado. Costa Rica se convirtió en ruta de tránsito de drogas hacia el norte. Los carteles internacionales han penetrado profundamente, infiltrando barrios y comunidades. Reclutan a jóvenes desesperados con dinero y estatus. Así siembran violencia y corrupción a su paso.
  2. La desigualdad extrema fractura el tejido social. Costa Rica ostenta uno de los índices de Gini más altos de la región (un índice que mide la desigualdad en la distribución de bienes económicos). Esta inequidad se manifiesta en la brecha abismal entre los barrios marginalizados y los condominios exclusivos del Valle Central. Cuando los jóvenes crecen sin esperanza de movilidad social, la violencia tiende a florecer.
  3. El machismo arraigado en nuestra cultura alimenta relaciones desiguales y normas dañinas de la masculinidad. Lo vemos en los altos índices de violencia contra la mujer y en que la mayoría de las víctimas y victimarios de la violencia mortal son hombres.
  4. La debilidad institucional impide una respuesta efectiva del Estado. Persisten fallas en el sistema judicial, desinversión en prevención, y programas sociales débiles y fragmentados. Esto alimenta una cultura de impunidad y de normalización de la violencia.
  5. La proliferación de armas exacerba los efectos. Aunque Costa Rica tiene leyes relativemente estrictas, abundan las armas ilegales. La mayoría de los homicidios se cometen con armas de fuego. Su acceso facilita la escalada de la violencia letal.
  6. La pandemia por COVID-19 agudizó vulnerabilidades sociales ya existentes. El cierre de escuelas y pérdida de empleos empujaron a más personas jóvenes al crimen. No es coincidencia que la explosión de violencia ocurra cuando el sistema educativo atraviesa su peor crisis en décadas – el llamado Apagón Educativo - y el abandono estudiantil del sistema educativo está por las nubes.

Esta tormenta perfecta de factores produce una espiral descendente. La violencia genera más violencia. Se normaliza, permea e intoxica a la sociedad. La ciudadanía se escuda detrás de muros y alambres de púas, empiezan a desconfiar unos de otros, y se resignan a que la violencia es inevitable, como una epidemia más que convive en el barrio.

Urge un cambio de enfoque

Es imperativo que Costa Rica considere la violencia no solo como un problema de seguridad, sino como una crisis de salud pública. Al igual que una enfermedad infecciosa, la violencia se propaga y afecta a toda la comunidad, dejando cicatrices —profundas y duraderas—.

Un enfoque de salud pública nos permitiría analizar la violencia mediante datos epidemiológicos, identificando los brotes de violencia de la misma manera que rastreábamos no hace mucho los brotes de COVID-19. Esta perspectiva orienta las intervenciones hacia la prevención primaria, dirigidas a eliminar los factores de riesgo antes de que se desencadenen los actos violentos. Esto implica invertir en educación de calidad, programas de empleo para jóvenes, terapia y asistencia para víctimas de violencia, y estrategias comunitarias para resolver conflictos de manera pacífica y efectiva (dichos abordajes han sido efectivos en lugares como Cali, Colombia).

Además, adoptar un enfoque de salud pública hacia la violencia implica una acción coordinada entre diversos sectores. La colaboración entre los ministerios de Salud, Educación, Seguridad, instituciones religiosas, la empresa privada y otras instituciones clave, es fundamental. Juntos pueden promover relaciones más sanas, crear oportunidades económicas y abordar las causas profundas como la pobreza, la desintegración familiar y las nocivas masculinidades.

En este modelo, los profesionales de la salud se convierten en actores cruciales, capacitados para identificar signos de violencia en la comunidad. Los programas de rehabilitación y reinserción, más que el encarcelamiento punitivo, se convierten en el núcleo de las respuestas a los perpetradores de violencia.

Hay intervenciones sociales que han demostrado reducir la violencia, especialmente cuando se aplican a poblaciones de alto riesgo. Invertir en estas iniciativas debe ser prioridad nacional: programas de mentoría y habilidades para la vida para jóvenes, apoyo psicosocial, capacitación vocacional, espacios seguros extracurriculares, educación de calidad. Lo reitero, hay que reforzar estos programas de reinserción y rehabilitación, no sólo encarcelar.

Este enfoque holístico, respaldado por la voluntad política y la inversión adecuada, podría ser el camino para transformar a Costa Rica en un país donde la paz y la seguridad sean de nuevo una realidad tangible.

Costa Rica está ante una encrucijada histórica. Podemos resignarnos a que la violencia es inevitable o podemos unirnos como sociedad para enfrentarla. Se requiere voluntad política y participación activa de todos los sectores. No será fácil, pero es posible imaginar un futuro donde nos desenvolvemos sin el miedo paralizante a la violencia. Donde florezca una cultura de paz y no de balaceras. Esta visión está a nuestro alcance, solo nos falta realizarla.

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