Uno pensaría que las personas somos seres racionales. Que al enfrentarnos con nueva información que contradice nuestras creencias, haremos un alto, evaluaremos racionalmente las evidencias y consecuentemente cambiaremos de opinión. Sin embargo, no sucede. Sobre todo, en temas políticos.

La gente forma sus opiniones basadas principalmente en emociones como el miedo, el temor o el odio. La visión del mundo se ve reforzada por el círculo social y la burbuja de las redes sociales donde se está inmerso. Las experiencias personales son la norma aplicable a todo el mundo.

La presentación puntual de nuevos hechos y evidencias que van en contra de las propias creencias no tienen suficiente peso para cambiar una opinión prefijada. Se tiende a rechazar las pruebas incompatibles, un fenómeno psicológico conocido como perseverancia de la creencia. Cualquier refutación es considerada incluso como un ataque personal, resultando en un efecto rebote con el endurecimiento de las posiciones.

Otra limitación al cambio de opinión es el sesgo de confirmación. Es decir, la tendencia a considerar cualquier información que respalde nuestras creencias como verdadera. La de acomodar la información de manera que respalde nuestra visión del mundo. Esto, naturalmente, impide analizar las situaciones de forma objetiva y desde diferentes ángulos.

La gente tiende a refugiarse en explicaciones simples, aunque sean falacias. Por ejemplo, es más fácil aceptar que hay un grupo malicioso detrás de un problema, que tratar de entender la complejidad y los múltiples factores que lo causan. Con una narrativa simple se divide entre villanos, víctimas y héroes. Por eso la desinformación y las teorías de conspiración son un éxito.

También hay gente sabelotodo que opina sobre cualquier tema, sin tener la mínima idea, pero creyendo que sabe más que los demás. Con este sesgo cognitivo las personas sobreestiman sus propios conocimientos. Imponen sus planteamientos como verdades absolutas. La falta de autocrítica en las personas incompetentes las hace incapaces de descubrir su incompetencia.

La bioquímica del cerebro también afecta. Por ejemplo, el ganar un debate genera un torrente de hormonas como dopamina y la adrenalina, provocando una sensación de placer equivalente al sexo. Se debate para ganar. Durante la discusión, las sustancias químicas recorriendo el cuerpo impiden escuchar a otras personas. No existen otros puntos de vista. No importa la veracidad de los argumentos.

¿Será entonces que el pensamiento crítico y el análisis lógico se han convertido en especies en peligro de extinción? ¿Nos habremos vuelto inmunes a los datos y las evidencias? ¿Seremos seres irracionales en temas políticos?

No necesariamente. Se podría cambiar una opinión principalmente mediante dos formas:

  • Mediante la generación de un sentimiento aún más fuerte. Un golpe de realidad. Por ejemplo, cuando una decisión política afecta directamente la economía de la persona.
  • Mediante la exposición frecuente, desde diversas fuentes y sostenida en el tiempo a los datos y argumentos. La verdad y el sentido común prevalecerán, pero tardan en asimilarse.

De manera personal, cada quien debe hacer un esfuerzo por abrir la mente. Permitirse escuchar a las personas y analizar objetivamente las evidencias. Exponer argumentos de manera no conflictiva y usar preguntas que ayuden al interlocutor a cuestionar sus propias creencias.

Se debe tener humildad y preguntarse ¿Será posible que mi adversario tenga algo de razón? Siempre hay que dejar un espacio para la duda. Por último, cuando se discute, mantener el principio básico: se ataca la idea, no a la persona.

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