John Locke nació en Wrington, Reino Unido el 29 de agosto de 1632, hace 388 años. Fue un pensador del periodo moderno, muy influyente en el ámbito de la filosofía de la política y del Estado. Sin duda uno de los pioneros de las ideas que desembocan en la doctrina de lo que hoy día entendemos como los derechos humanos.
Las ideas de la libertad y de la igualdad ya venían caminando, pero es Locke quién, novedosamente, las presenta como infranqueables límites jurídicos al poder soberano; desmontando de esa manera la legitimidad del Monarca y trasladando el origen del poder a las personas. Esto explica la razón por la cual las sociedades que han seguido estos pasos, por el estilo nuestro, son al mismo tiempo sistemas democráticos, pero políticamente liberales. Soberanía popular y control del poder se amalgaman así para dar paso a eso que llamamos el Estado de Derecho.
Las principales tesis de nuestro personaje se encuentran magistralmente expuestas en su libro “Segundo Tratado de Gobierno”. Su interpretación de la naturaleza humana consiste en que el hombre es bueno en forma innata, inclinado a vivir en sociedad y gobernado por la razón. A diferencia de Hobbes nuestro autor nos dice que el hombre es el amigo del hombre. Esta visión optimista y noble será la puerta de entrada de una consideración ética de la política y de su consecuencia más notoria: el sometimiento del poder a la ley.
¿Qué es lo fundamental de su concepción? Bueno, entendía y sostenía que antes de que existiera gobierno o sociedad civil los hombres eran libres, independientes e iguales en el disfrute de inalienables y preexistentes derechos, siendo los principales la vida, la libertad y la propiedad, triada que son una y la misma cosa, por lo que este último concepto no se confunde con los bienes materiales.
Nos dice: “A pesar de que la tierra y todas las criaturas inferiores son comunes a todos los hombres, sin embargo, cada hombre tiene una propiedad en su propia persona: a ella nadie tiene ningún derecho salvo él. El trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos, podemos decir, son propiamente suyos. En todo lo que saca pues del estado en que la naturaleza lo ha provisto y dejado en ese estado, él ha mezclado su trabajo, y le ha añadido algo que es suyo, y de este modo lo hace propiedad suya” (Segundo Tratado de Gobierno, pág. 46).
Es evidente, Locke es un humanista. Considera que el poder político no es la fuente del bienestar, sino el trabajo, que es la cualidad o manifestación de la dignidad humana en acción. Hay aquí un atisbo, un anticipo de los derechos laborales como derechos humanos esenciales. No es de extrañar entonces que apenas 59 años después de la Revolución Francesa apareciera mencionado en la Constitución Francesa de 1848 el trabajo como derecho.
Una idea importante en Locke es que la voluntad popular se afirma como soberana, pues el poder público deriva del consentimiento de los ciudadanos, quienes tienen predominio. La concepción del Estado y del derecho del autor es democrática, es la primera sistematización teórica democrática moderna, porque el poder de hacer y aplicar las leyes, el Estado lo posee en cuanto se lo ha transmitido el pueblo en quién, por tanto, reside la soberanía.
¿A qué se debe que recordemos a Locke? Lo evocamos por su importante propuesta: que los hombres tienen derechos innatos e inalienables, anteriores y superiores al poder estatal, siendo entonces la función y fin de la gobernanza, la preservación y protección de tales derechos. Un posible sequitur de lo anterior sería que la soberanía entonces reside y se encuentra depositada en el conjunto de los derechos de las personas. Como las personas son mucha gente hay que depositar esos derechos en algún lugar, ¿en cuál? Modernamente se depositan en los Tratados Internacionales de Derechos Humanos en lo que se refiere a los bienes humanos esenciales por el estilo de la libertad y del trabajo.
Otra derivación de su pensamiento es que el gobernante, no es más que un fiel servidor de las personas, pues “los funcionarios públicos son simples depositarios de la autoridad”, “simples servidores de los administrados” (artículo 9 Constitucional, 114 de Ley General de la Administración Pública). En este sistema de conceptos no hay lugar para mesianismos ni para dictadorzuelos pues el gobernante deber ser fiel a la Ley que impera por sobre su voluntad.
Así entonces, el elemento democrático constituido por la fundamentación del poder político en el pueblo, y el elemento liberal, constituido por el límite impuesto a tal poder por una ley superior, se enlazan, se compenetran y dan sentido a la moderna expresión de “Estado de Derecho” como garantía de los derechos humanos relativos a la dignidad y a la igualdad.
Luego es claro que para Locke eran concebibles los derechos humanos, por encima del orden jurídico o como vértice superior del mismo. Un derecho por encima del Estado, que es la consecuencia de lo que se viene exponiendo, es imposible en un país en el cual éste y sólo éste, es el que determina cuando hay un vínculo jurídico tutelado por el estado mismo. Por ello, debemos sostener con valentía, que en materia de derechos humanos esenciales no hay Soberanía estatal, pues de haberla estaríamos debilitando la eficacia del control internacional y restando eficacia al pensamiento de John Locke.
Con Locke el pensamiento ius-filosófico alzó vuelo y se enrumbó hacia la doctrina de los derechos humanos. Occidente giró hacia una justificación de los derechos humanos como normas éticas y jurídicas de superior jerarquía, lo cual anticipa, de forma muy temprana, los mecanismos internacionales supra estatales de protección en que descansa hoy día la garantía de los derechos humanos.
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