La pandemia llegó cómo un balde de agua fría a cambiar la forma en que nosotros —docentes, padres, tíos(as), actores sociales— interactuamos con la niñez. Con la virtualidad, los pocos espacios para los infantes y las noticias dirigidas por y para adultos, caí en la razón de que sus voces aún siguen siendo silenciadas, no solo en la educación, sino también en los diferentes espacios de la sociedad. Desde que se confirmó en nuestro país el primer caso de COVID-19, y el confinamiento se volvió la única solución viable para no colapsar los sistemas de salud, el caos y la incertidumbre han estado presentes en todos los procesos: educativos, sociales, económicos y culturales, pausando toda normalidad conocida.

En medio de tanto caos e incertidumbre, me preocupa que mientras construimos una nueva dinámica social, la única voz presente y válida es la de los adultos, sobre todo aquellos que tienen cierta posición en la sociedad, apagando las voces de las poblaciones más vulnerables, las personas con discapacidad, las personas adultas mayores y, sobre todo, la de los niños y niñas. Sus vidas, al igual que las nuestras, están en constante cambio desde que empezamos a vivir una realidad para cual no estábamos preparados, la diferencia es que, quizá, ellos tengan menos herramientas para entenderlo y menos oportunidades para expresarlo.

Estamos tan preocupados y ocupados resolviendo problemas de adultos, escuchando y validando sus voces, que nos hemos olvidado de las voces más tenues, evidenciando con esto, que seguimos sin considerar a la niñez como parte de la sociedad, continuamos invisibilizándolos, viéndolos como sujetos pasivos. No obstante, La Convención sobre los Derechos del Niño en su artículo 12, propone que todos los estados que forman parte de la convención, incluida Costa Rica, respeten al niño o niña su derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que le afectan, considerando su voz, en función de su edad y madurez; y dándoles la oportunidad de ser escuchados en todo procedimiento judicial o administrativo que les afecte. Pese a esto, nosotros seguimos sin pensar en ellos como ciudadanos, como personas sujetas de derechos, que necesitan y merecen ser escuchadas.

Si algo ha reflejado esta crisis, es que, a pesar de los esfuerzos de muchas instituciones, a pesar de una convención que les proteja, los niños y niñas aún no encuentran su voz dentro de la sociedad —ni en sus familias, ni sus escuelas, ni en su comunidad, ni en los medios de comunicación—.

Vivir la infancia en medio de una pandemia no es más fácil que vivir cualquier otra etapa del desarrollo humano en medio de una crisis. Nuestros niños y niñas también han tenido que adaptarse en medio de contextos sociales muy diferentes; dejando de ver a sus amistades del kínder o de la escuela, escuchando a las personas adultas hablar con preocupación, cambiando sus rutinas, perdiendo sus espacios de juego y dejando de compartir con su familia extendida. Si en nosotros, las personas adultas, el confinamiento ya ha pasado y sigue pasando factura, en los niños y niñas puede traer consecuencias negativas que van más allá de lo académico y que tiene que ver con su desarrollo integral, con su desarrollo como ciudadanos —aunque en nuestro imaginario social solo consideramos como tales a aquellas personas mayores de 18 años con capacidad para votar o producir—.

En este vivir la infancia en medio de la pandemia, no podemos (o no debemos) seguir silenciando sus voces, como si sus preocupaciones y emociones fueran menos importantes que las nuestras.  No podemos cambiar la realidad que estamos viviendo todas y todos, pero podemos mejorar la forma en que la vivimos, dándole a nuestra infancia lo que quizá necesiten más durante este confinamiento: podemos darles voz y (¿por qué no?) voto, otorgándoles, aunque de manera simbólica, el título de ciudadanos.

Podemos establecer relaciones de diálogo horizontales que nos permitan construir juntos nuevas realidades y normalidades, podemos explorar el hogar como laboratorio de aprendizaje, escuchar sus necesidades, sus inquietudes, sus voces, siendo consciente de que la infancia es una etapa para descubrir, disfrutar y aprender desde el juego, desde las interacciones y desde los intereses de quien aprende y crece. La pandemia puede ayudarnos a disminuir la brecha entre niños, niñas y personas adultas o seguir segregándolos como una población vulnerable; y una de las formas de contribuir al acercamiento es escuchando sus voces, esas que, por siglos, hemos silenciado.

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