Recientemente varios Juzgados de Ejecución de la Pena del país dictaron medidas correctivas ordenando al Ministerio de Justicia realizar valoraciones extraordinarias a las personas privadas de libertad sentenciadas que presenten factores de riesgo y puedan estar en condición de vulnerabilidad frente a la enfermedad COVID-19, a efectos de que puedan ser re-ubicadas al régimen semi-institucional.

Estas medidas fueron tomadas en acatamiento de las recomendaciones realizadas por la Organización Mundial de la Salud y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para el tratamiento de privados de libertad frente a la pandemia, y en resguardo de derechos humanos básicos como lo son la vida y la salud, que por mandato legal los jueces de ejecución están obligados a proteger. Debe recordarse que en cualquier sistema democrático el único derecho que puede ser válidamente restringido a raíz de la condena penal es la libertad, no pudiendo la pena de prisión violentar los demás derechos que son inherentes a la condición humana.

Discurso populista

Como suele suceder cada vez que se toman este tipo de decisiones, no tardaron en surgir los reclamos de los auto-proclamados “asesores en materia de seguridad ciudadana”, rasgándose las vestiduras con discursos populistas carentes de cualquier rigurosidad técnica y que invariablemente parten de la misma formula: tergiversan conceptos y hablan de “liberaciones masivas” para así desinformar y producir conmoción social, descalifican a priori las estadísticas que justifican dichas medidas y las posiciones de las máximas autoridades en materia de Derechos Humanos, y promueven discursos de odio, alarmismo y emergencia que apelan siempre a la emoción vacía y nunca a la razón. Algunos llegan a afirmar incluso que los privados de libertad renunciaron a todos sus derechos al delinquir, y que por ende el Estado no debe preocuparse por sus vidas durante la pandemia, cayendo así en discursos fascistas del “enemigo” que demuestran que entienden la cárcel como un castigo diseñado para “los otros”, propio de un mundo distante en el que ellos jamás podrían llegar a verse inmersos.

Así, al pensar en un “criminal”, la mayoría de las personas se distancian del término debido a que lo asocian con un asesinato, una violación u otros delitos “de sangre” graves. Sin duda alguna existe un estereotipo del delincuente, construido en buena medida a partir del constante bombardeo de noticias e imágenes de los sucesos más violentos, que lleva a gran parte de la audiencia a pensar que ese tipo de crímenes son la regla, cuando en realidad las estadísticas demuestran que, dichosamente, siguen siendo la excepción de los delitos que se cometen en el país. Es así como se crea una división ideológica entre los buenos (ellos, el público que jamás podría delinquir), y los malos (los otros, los imputados o sentenciados), que permite a muchas personas sentirse cómodas criticando la defensa de los derechos humanos de los privados de libertad.

Pero la realidad es que hoy en día, con la amplia gama de delitos y leyes especiales de corte autoritario que existen en nuestro ordenamiento, es cada vez más fácil verse implicado en un proceso penal y ver nuestras libertades fundamentales amenazadas, por problemas relacionados con un sinfín de conductas que muchas veces incluso son parte del quehacer cotidiano y no tienen nada que ver con esos hechos “rojos o de sangre”. El poder punitivo es selectivo, y ninguno de nosotros es inmune a él. Por eso, antes de desinformar a la población con discursos rimbombantes sin contenido, harían bien esas voces populistas en recordar que los derechos y garantías fundamentales buscan protegernos a todos los ciudadanos —incluidos ellos— de los abusos del poder, y que aquellos que las critican y menosprecian son frecuentemente los primeros que las reclaman y exigen que les sean respetadas cuando el sistema se vuelve en su contra y se encuentran en necesidad de defenderse.

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