Sincerémonos. Después de siglos de que las autoridades de muchas religiones han pretendido hablar en nombre de su dios (también el cristianismo), debemos reconocer que, en tiempos de enfermedades amenazantes (ayer, hoy y mañana), la mediación del sacerdote o del pastor (o como se le llame) ha sido inútil. Ningún hombre ha hablado en nombre de ningún dios ni hablará. Hablaron hombres cuya propia palabra dijeron que era la voluntad de su dios, pero, en tiempos difíciles como los actuales, ni las enfermedades dejan de contagiarnos, ni las hambrunas cesan, ni el egoísmo se detiene. La salvación está dentro de nosotros, se llama empatía, no creencia religiosa.

Los seres humanos tememos a muchos peligros: aquellos que desintegran el cuerpo, los que amenazan el orden social, también los que son propios de la edad (vejez o enfermedad, aquellos que cuestionan la identidad (de género, de clase, étnica o religiosa). Hoy, además, hay aquellos que son de carácter global: virus asesinos, drogas asesinas, insensibilidad ecológica asesina que, con el paso de los años, avizoran ser causas de muerte inminente.

Las distintas culturas han pretendido enfrentar el inexorable destino de la muerte, inventando estratagemas sin parangón, con una serie de variantes tentadoras (inmortalidad, por ejemplo), con el fin de inventar símbolos culturales relevantes que nieguen el carácter definitivo de la muerte: no hay fin del mundo, solamente un tránsito a otro, este es el símbolo. Es la idea de que la vida corpórea no es más que un episodio transitorio de la existencia interminable que cambiará o que nos abre a la vida eterna. En lenguaje cristiano, Memento mori (Recuerda que morirás): debes comportarte aquí y ahora porque esto no se ha acabado, pues la vida está garantizada más allá de la muerte. Asimismo, la idea cristiana de pecado original no es sino una fantasía oportuna que le aumentó el valor a la vida terrenal tanto que lo que se hace aquí repercute allá (¡!). La eternidad así entendida es una pesadilla para los malvados, pero una fuente de gozo perpetuo para los buenos (¡!). (Es lo que algunos han llamado deconstrucción de la muerte.)

En este ambiente cultural, aparece el coronavirus como una enfermedad sediciosamente democrática: ‘sediciosa’ porque no admite ningún control ni dominio a la que nos tienen acostumbrados los señores administradores (guerreros y banqueros) de este mundo, y “democrática” porque nos basta con pertenecer a la especie humana para ella nos contagie en igualdad de condiciones. Y, además, es una enfermedad “atea”: no le hace caso a ningún dios de ninguna religión. (Por favor, ya no usemos el trasnochado discurso de que es diabólica porque no es sino un virus, nada más.)

Mientras unos corren por miedo al desabastecimiento inexistente de alimentos, curiosamente, aún no nos hemos percatado que estamos desabastecidos hace siglos, pero de empatía. Sólo que a este tipo de desabastecimiento le quitamos la mirada porque nos enseñaron a competir (por eso muchos quieren llegar antes a los estantes de los supermercados y dejarlos vacíos) y no a convivir compartiendo lo poco o lo mucho que se tiene, a ser exitosos (porque tienen más alimentos que otros) y no a ser felices, a golpear con el puño y no a dar la mano, siempre sacrificando a los demás. Los otros fueron convertidos en enemigos de mis intereses, de mis mezquindades y de mi puesto de trabajo: se creyeron el lavado de cerebro que alimenta esa mentalidad depredadora.

Quizás el coronavirus nos recuerde la única obligación que tenemos como especie: seguir siendo humanos. Y si me perdí en el camino por las distracciones, me pide que trate de corregir mi falta de atención para distinguir lo esencial (compartir empáticamente) de lo accidental (acumular egoístamente). Nada de lo que tenemos en exceso resulta necesario, pero es una urgencia para que otros que no tienen tengan lo necesario. Y, en este momento de emergencia sanitaria, ser empática/o implica no visitar a familiares ni a vecinos, no irse de paseo, no salir salvo que sea estrictamente urgente, es decir, “quedarse en casa”, no más.

¿Por qué tenemos miedo al desabastecimiento si somos muchos costarricenses junto a muchos de otras nacionalidades? Después de esta pandemia, compartiremos lo que tengamos con nuestros vecinos (de hogar, de trabajo, de entretenimiento, etc.), y los vecinos de mi familia lejana harán lo mismo, hasta que entendamos que nuestra fortaleza viene de quien está al lado mío y que me cuidará mejor de como yo sé cuidarme. ¿Renunciaremos al dominio que lleva al exterminio? ¿O abrazaremos al vecino que es el único camino?

Surgen dos preguntas: ¿Y Dios? Nada nos debe. ¿Y las religiones? Tal vez habría que abogar por una religión cuyo dios produzca una espiritualidad situada, pero ¿dónde? En las víctimas, los que son asesinados por el mercado salvaje, inhospitalario, devorador y egoísta, y las personas insatisfechas, quienes tratan de banalizar la muerte que atisba y llena con su miedo toda la vida, y que, aunque parezcan coincidir, lo son pero nominalmente. Estos dos grandes grupos son los que están decepcionados ante las promesas de las pasadas religiones y revoluciones. ¿Un Dios que no toma partido (“Nada nos debe”)? Como dicen los sociólogos, “el mayor pecado de hoy no es la maldad, sino la indiferencia” (I. González-Faus). Eso sí, un nuevo orden que corrige la falacia de la violencia redentora: el mundo no es ordenado ni ausente del mal gracias a la destrucción de enemigos/pecadores/pobres, sino gracias a su integración o empatía...

Hasta que la dignidad se haga costumbre.

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