En el libro Mobile Lives Anthony Elliott y John Urry (2010) buscaron comprender como el rápido crecimiento de los medios de movilidad hicieron que un grupo de personas se desplazaran en grandes distancias en menor tiempo. Esta forma de movilidad se volvió necesaria ante un capitalismo globalizado, que apostó a los distintos medios tecnológicos para su operación y expansión. El cambio en la relación espacio-tiempo de bienes y personas ha generado importantes implicaciones sobre las formas en que se constituye la construcción de la individualidad y colectividad de quienes son los ganadores de estas formas de desplazamiento -a quienes los autores denominan “globales”-, pero también sobre aquellas personas que hacen posible estas movilidades en una relación de desigualdad social, económica y cultural: los inmovilizados. 

El control sobre la decisión de quién se mueve, cómo se mueve y por qué se mueve no es un tema de azar, sino que responde a las lógicas en que se ha construido una desigualdad geográfica y social potenciadas en nuestras sociedades por las lógicas económicas neoliberales de las últimas cuatro décadas. No es casualidad que, en los últimos años ante el aumento en los tiempos de traslado provocados por lógicas de movilidad automovilística y ciudades expandidas al límite, existan ciertos sectores privilegiados que puedan mejorar su calidad de vida pagando altos costos por vivir en lugares mejor ubicados dentro de las grandes urbes y pagando por el tiempo de otras personas para que se muevan por ellos y ellas. 

Ante la actual situación generada por el COVID-19, el papel de los “globales”, capaces de realizar grandes y diversos desplazamientos, se ha invertido respecto a los inmóviles, quienes son ahora los que ponen el cuerpo a costa de situaciones de precariedad laboral y en aumento, para poder atender las necesidades de aquellos que, ante la pandemia deben recluirse en sus casas. Estos últimos pueden realizar esta acción, ya que pueden seguir su vida “normal” mediante sus empleos virtuales, y cuentan con redes de apoyo social y económico para lograr su acción-conexión con el mundo, ante la ansiedad de desconectarse de lo global, como lo explican Boltanski y Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo. Por el contrario, las personas confinadas a un movimiento local y perdedoras del capitalismo global son las que tienen que fungir como conectores, a pesar de los riesgos que esto pueda implicar. 

La creciente expansión de plataformas como Uber Eats, Glovo, Rappi y otras para el servicio de mensajería es un ejemplo de ello. La aplicación móvil ofrece el pago vía una plataforma deslocalizada, que no da garantías laborales a las personas que en ella “colaboran”, pero que ofrecen una serie de productos que garanticen un confinamiento “adecuado”. Estas personas, en sus bicicletas o en sus motocicletas, a veces viajando de a uno, o a veces de a dos, deben seguir trabajando al no tener un salario fijo, ni garantías sociales mínimas que les permitan quedarse en casa para resistir el avance de la infección. La crisis epidemiológica tiene costes desiguales, no sólo en términos económicos, sino también corporales. 

El aumento de las desigualdades socioeconómicas provocadas por una economía global neoliberal hace que existan personas con menos capacidades de resistir al COVID-19, ya que tienen mucho que perder al quedarse en casa. Los que antes eran hipermóviles y globales, mediante sus mejores condiciones sociales y económicas dentro del sistema, son los que ahora potencian movimientos de sectores que antes querían inmóviles.

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