La semana antepasada en Montevideo un grupo de cooperantes de la Unión Europea se reunieron con expertos, académicos y responsables institucionales de los sistemas penales de América Latina para discutir sobre el valor de que nuestros ordenamientos jurídicos incorporen formas de sanción distintas al encarcelamiento. En 20 años, nuestra región aumentó en un 120% la tasa de prisionalización, más que en cualquier otra parte del mundo, los datos para Costa Rica son más alarmantes, pasamos de 4.500 presos en 1998 a casi 16.000 en 2018 —un crecimiento de 355%—. Mientras tanto, la violencia y la inseguridad siguen suponiendo costes económicos y sociales enormes para los latinoamericanos.

El encuentro se daba en el marco de los cuestionamientos que han surgido en el país sobre la efectividad del modelo de vigilancia electrónica. Los informes que han rendido las autoridades penitenciarias, más allá de las críticas formuladas, muchas legítimas y pertinentes, hablan de que el programa ha sido exitoso. Incluso las cifras difundidas por el OIJ —aunque confunden “pasadas” con reincidencia— son buenas. De acuerdo a la Policía Judicial, desde 2017, solo 2 de cada 8 personas con tobillera enfrentaron nuevos cargos.

Es importante recordar cómo surgió la Ley de Monitoreo Electrónico, el riesgo es que por razones poco claras, se pongan en peligro sus ventajas. La evidencia empírica demuestra que cuando se opta por otras respuestas punitivas las tasas de reincidencia mejoran. De hecho, un estudio del ILANUD, que próximamente será publicado por la UNA, comparó la reiteración delictiva según el tipo de pena de 2016 a 2018. Como ya lo han probado otras investigaciones, cuando el castigo es distinto al encierro la posibilidad de inserción social aumenta.

En el caso de la vigilancia electrónica, se trata de una iniciativa que empezó a discutirse en el cuatrienio 2010-2014. Costa Rica no podía quedar fuera de una tendencia global a utilizar las nuevas tecnologías también dentro del sistema penal. Son cosas inevitables. Se aprobó en septiembre de 2014. Sin embargo, como pasa muy a menudo, una ley que representaba también un cambio cultural, entró en vigencia sin ningún contenido presupuestario.

Cuando un nuevo equipo asumió la dirección del Ministerio de Justicia y Paz, durante la Administración Solís, en agosto de 2015, nos encontramos con una norma vigente, que los jueces ya usaban pero que no podía aplicarse por incapacidad material de la institución. Solo un Estado fallido tiene leyes que no se cumplen y eso no podía consentirse.

La ley tenía vacíos significativos, en un artículo publicado en La Nación en 2017, la exministra Cecilia Sánchez lo hizo ver. No obstante, legalmente no había manera de justificar que una ley vigente no se aplicara.  Se buscaron varias opciones, en el plano legal, presentamos un nuevo proyecto de ley, que aún sigue sin aprobarse, para enmendar los errores que habíamos detectado en el texto original. Al tiempo, el Poder Ejecutivo emitió un reglamento en el que se regularon algunos aspectos esenciales como el proceso en caso de incumplimientos o la intervención técnica que debía seguir la Dirección General de Adaptación Social.

La cuestión operativa planteó también varios desafíos. Primero, se buscó iniciar un plan piloto financiado por el BID. Se hizo un concurso, sin embargo, la empresa ganadora hizo una propuesta económica que doblaba el presupuesto destinado por la entidad financiera. Para 2016, con cerca de 100 personas cuyas sentencias con monitoreo no podían ejecutarse, había dos opciones hacer un nuevo concurso o contratar a una empresa pública. La primera alternativa amenazaba con nuevos retrasos. No perdamos de vista que para entonces la ley ya tendría dos años de ser un brindis al sol. Por eso, se optó por la vía de la contratación directa. Se nombró una comisión evaluadora que estuvo formada por funcionarios técnicos del Ministerio de Justicia y Paz, entre otros, por el actual director de la Policía Penitenciaria, que entonces ocupaba el mismo puesto. Vale la pena decir que esa comisión no la integramos los cargos políticos. Al final, sus miembros, a partir del cartel de requerimientos, estimó que la Empresa de Servicios Públicos de Heredia (ESPH) era la que podría brindar el mejor servicio y así fue escogida. El contrato vencerá en 2020.

Estos días, con evidentes intereses políticos, algunos diputados, azuzados por los medios de siempre, han puesto en cuestión la eficacia del programa.  El monitoreo electrónico no fue una ocurrencia del presidente Solís, tampoco de la presidenta Chinchilla y, mucho menos, del presidente Alvarado. El monitoreo electrónico fue una iniciativa promovida, debatida y aprobada por el Congreso de la República. Estamos hasta arriba de fake news y este es un tema especialmente atractivo para desplegar un arsenal de imprecisiones y falsedades. Festinar con el miedo siempre va a ser rentable en clave electoral, pero esa estrategia no daña al Gobierno de turno, daña al conjunto de los ciudadanos.

El programa pasó de 150 personas, en sus inicios, a casi 1.500 en la actualidad y debe, desde luego, estar sujeto a un examen permanente sobre su eficacia. Sin embargo, me preocupa que la mezquindad prevalezca. Hay decenas de usuarios que cumplen con el abordaje técnico. Demonizarlo, sabiendo que es más económico que la cárcel, que los niveles de cumplimiento son altos y que implica paliar, al menos parcialmente, los inasumibles niveles de hacinamiento que Costa Rica padece desde hace más de 10 años, y que son caldo de cultivo para reproducir la violencia, sería una torpeza mayúscula.  Ningún programa garantiza un 0% de reincidencia, no pasa en Noruega, no pasa en Suecia y tampoco pasará en Costa Rica. Lo que sí sabemos es que el encarcelamiento dispara ese riesgo.

Es imprescindible aprobar la nueva ley, hacer más riguroso y expedito el procedimiento de verificación —competencia exclusiva de los jueces—, replantear el perfil de a quién se le puede castigar con ese tipo de sanción, dejar de priorizar los montos de la pena, como criterio de otorgamiento y trasladarlo a las características y condiciones personales del sentenciado, y, finalmente, implicar con mayores tareas al Poder Judicial. No es razonable, por ejemplo, que los juzgados de ejecución de la pena no tengan aún turnos de disponibilidad para resolver los casos fuera de horario. También se necesitan recursos, el Ministerio de Justicia y Paz padece de una histórica pobreza, casi miseria, que solo acredita el desinterés político que ha habido por hacer de la represión algo más que un fin en sí mismo.

Nuestro sistema penitenciario, esclerótico y sobrecargado, es fruto de 30 años de políticas de mano dura y de un abandono estructural. No podemos cambiarlo en poco tiempo. En este, como en otros temas, hay que apostar por dar pequeños pasos que tengan una mirada larga. Humanizar lo que progresivamente fuimos deshumanizando no es una tarea en absoluto sencilla. La incursión de nuevas modalidades de castigo, como el monitoreo electrónico o las penas de utilidad pública, fue una decisión correcta. Ha funcionado, y debe protegerse.

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