No viene al caso pormenorizar detalles al respecto de este asunto tan penoso desde cualquier arista humana que se lo mire: Las víctimas, la Iglesia, el victimario. Dignidades desgastadas todas ellas y, consecuentemente, parafraseando a Martí: pareciera que “la escala universal de nuevo empieza”, por lo que todos sufrimos también desgaste en nuestro estatus dignatario, como sucede cada vez que hay actos que atentan contra los semejantes o sobre nuestra hermana naturaleza.

Hay un detalle que llama la atención: el abandono y la indiferencia de la jerarquía católica costarricense, para con uno de sus líderes recientes, incurriendo incluso en contrasentidos dogmáticos y doctrinales, al señalarse, en primer lugar que: "El señor Víquez ya no es Sacerdote", confundiendo, sin más ni menos el trabajo de ejercer el sacerdocio, el ministerio sacerdotal, con el sacramento en sí, el que se adquiere para siempre, pues, según enseña la doctrina es in aeternum al tenor del rito de Melquisedec, como se lee desde la Carta de los Hebreos hacia acá.

En el caso que nos ocupa, media una pena perpetua y expiatoria que impide al sacerdote ejercer el estado clerical, esto fue dictaminado en febrero pasado, lo que implica la imposibilidad de ejercer la potestad de orden, técnicamente dicho, y los oficios en sí; pero mantiene el celibato y la facultad de absolver en caso de necesidad o peligro de muerte, con lo cual es evidente que, aunque con funciones muy delimitadas, el sacramento sacerdotal es indeleble, no se pierde en este caso ni en ningún otro. Consecuentemente es una imprecisión inaceptable que ahora se indique que el señor Víquez ya no es sacerdote, cuando lo correcto sería señalar que no se le permite ejercer como tal, pero que no puede perder el sacramento correspondiente.

En segundo lugar y consecuentemente, la misma Iglesia diluye, me parece que por conveniencia inmediata, su naturaleza esencial de “Madre”, que como tal, es necesariamente comprensiva, inspirada en la nueva ley del Evangelio, cuyo gozne gira en torno del perdón y del amor, como se lee en Mateo con claridad. Como el sacerdocio es in aeternum e indeleble, deberían serlo también el cuido, la empatía y la comprensión para con el otro, más cuando el discurso se dice en clave religiosa, es un mandamiento semejante y necesariamente complementario del primero: “amarás a tu prójimo como a tí mismo”.

Pero por favor que nada de esto estimule el morbo ni la maledicencia, no es la intención de este escrito, lo que se quiere es que se entienda que esto es lo que sucede en instituciones que, como las iglesias, son humanas guste o no, no pueden dejar de serlo, tienen que serlo; referente antropológico recordado en algunos pasajes claves en la dogmática, por ejemplo: a) Jesús dijo: “Aquel de ustedes que esté libre de pecado que lance la primera piedra” reconociendo, con total conciencia, los márgenes de la posibilidad humana; b) en la casa de Caifás, Pedro, negó a Jesús no una, ni dos, sino tres veces, pero no fue rechazado sino elegido como piedra fundante de aquella Iglesia; y más radicalmente, c) cuando el hijo manifiesta: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?.

La(s) Iglesia(s) atenúa(n) sus principios y su dogmático antropológico cuando el escenario lo constituye la danza de poderes, cuando sienten en riesgo sus feudos, cuando atisban amenazas; lo que se ha visto también recientemente con el fundamentalismo protestante en nuestro país, incluso disfrazando de partido político: se divide, se separa, se niegan a sí y a los suyos, ahora desde el primer poder de la República, como un mismo ser en su instinto de poder pero mostrándose bicéfalo. En tales casos, las iglesias desvirtúan su razón profunda y el fin que les constituye.

Oportunismo ahí, oportunismo allá, motivado por un estatuto antropológico neurocerebral y evolutivo ciertamente primitivo, que apenas intenta salir de la selva y superar así la ley que en ella gobierna. En el caso que nos ocupa: expulsión y no corrección, castigo en vez de formación, delegación de una responsabilidad que no se puede delegar, con tal de no rendir cuentas que se tienen que rendir, desconocimiento de los míos para no salir salpicados, apartheid por conveniencia irónicamente en el templo del perdón y del amor.

Hay que entender a las iglesias como lo que son, para lo que son y para lo que se las usa, sin tergiversar ni confundir su papel social en la polis. Ello me hace pensar que urge el Estado laico en Costa Rica y separar la religión de la política de una vez por todas, y no volver a reconocer a ninguna como oficial, pues se prolongaría la discriminación confesional, se daría una condición impropia a instituciones que, aunque tienen y han tenido su importancia y función histórica, no es el campo político partidista, directa ni indirectamente, el que debe motivar sus acciones e intenciones, como tampoco el resguardo de la popularidad en abandono incluso de principios centrales. Pero si esta separación no se da, se desconocería la voluntad manifiesta de algunos líderes religiosos incluido el Papa actual quien indicó que “los estados confesionales terminan mal, así como la enseñanza doctrinal fundante: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

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