Desde que llegamos a la Asamblea Legislativa en el 2014, era claro que este país no podía seguir sin una reforma fiscal. El déficit fiscal primario (diferencia entre lo que le entra al gobierno central y lo que gasta) era del 3,8% del PIB (poco más de un millón de millones de colones) al año.
La discusión no era si había que implementar una reforma fiscal o no, sino qué tipo de reforma fiscal debía llevarse adelante. Nos enfrentábamos a dos visiones contrapuestas: por un lado, que el ajuste lo pagaran quienes históricamente han cargado con el peso del mantenimiento del Estado (sectores más pobres, sectores medios, como pequeña y mediana empresa, asalariados públicos y privados), que no tienen Bufete Mossack-Fonseca para donde agarrar; o, por el contrario, que por alguna vez en la vida, el verdadero poder económico asuma solidariamente el sostenimiento del Estado, cosa que proporcionalmente nunca ha hecho.
También nos enfrentábamos a la disyuntiva de si lo que íbamos a hacer era un parche fiscal o una reforma integral; es decir, o un medio arreglo que no servirá por mucho tiempo, o intentábamos algo que lograra cerrar el déficit primario y entonces empezar a bajar la deuda total. Resolver de manera definitiva el problema.
Una reforma integral, que pusiera a pagar a los más poderosos, significaba que tenía que ser progresiva y solidaria. Hacer por una vez en la vida que el rico pague como rico y el pobre pague como pobre. La integralidad de la reforma implicaba entrarle de manera conjunta a las causas del déficit: ingresos, gastos y reactivación económica. Es decir, la solución no sólo es qué impuestos se aumentan, cuáles se crean y quiénes los pagan, sino qué se va a hacer con el robo de impuestos, en qué puede el Estado controlar sus gastos y cómo generamos condiciones e incentivos para reactivar la economía, sobre todo para atender a ese casi 40% de la población trabajadora (mayoritariamente mujeres jóvenes) que hoy trabajan en la informalidad y para quienes el disfrute de las garantías del Código de Trabajo es, si acaso, una mala broma.
Nos esforzamos mucho para tener lista una propuesta integral que lograba cerrar el déficit primario. La planteamos, pero la mayoría de partidos en la Asamblea pasada vieron para otro lado. Había demasiados intereses qué defender.
Al inicio de la campaña política anterior, el exvicepresidente Helio Fallas, a la sazón, Ministro de Hacienda, convocó a los líderes de las bancadas más fuertes de aquel Congreso: Antonio Álvarez, Carlos Alvarado, Rodolfo Piza y mi persona. La idea era encontrar algunos acuerdos mínimos para avanzar con la propuesta fiscal. De entrada no más, me quedó claro que Piza y Álvarez no iban a permitir que avanzara nada que oliera a gravar la riqueza; nada de renta progresiva. Toda la apuesta al injusto IVA. El ahora Presidente Alvarado, dispuesto con el PAC a aceptar cualquier cosa que le dieran. Nos dejaron solos en nuestra propuesta integral.
Así nació esta propuesta fiscal regresiva, injusta, que hará pagar más al pobre que al rico; que seguirá cargando el ajuste sobre las espaldas de quienes hoy ya pagan impuestos. Que no hace ni dice nada para mejorar la lucha contra el robo de impuestos, ni mucho menos para reactivar nuestra economía y disminuir la enorme y odiosa desigualdad social, que hoy nos golpea en la cara todos los días y que terminará, lamentablemente más temprano que tarde, de no hacer nada ya, en romper la ya delicada paz social que nos ha caracterizado en América Latina.
Por eso fuí a la marcha hoy. No para defender “privilegios”, sino para atacarlos. Los privilegios de los que nunca se habla cuando se informa de la huelga: los del gran empresariado, del gran capital financiero. A esos que siempre los terminan salvando.
Porque no podemos seguir por este mismo camino en el que siempre los más débiles terminan poniendo la cara, la espalda y el dolor.
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