En septiembre del 2015 vi el video de un hombre sirio que en su lucha por salvar a su familia de la guerra emprendió, por tierra, el camino hasta Turquía con su esposa y sus 5 hijos e hijas, uno de ellos recién nacido. Ahí tomó un bote inflable para cruzar el mar Egeo hacia las islas griegas pero su bote naufragó y el hombre fue el único sobreviviente de su familia. Las últimas palabras que dijo ese hombre en el video fueron: “ya no tengo nada por qué vivir, traje a mi familia aquí para salvarla y lo perdí todo”.
Esa tragedia me significó mucho, el dolor de ese hombre llegó hasta mí y me sentí impotente, deseé en mi corazón poder hacer algo, lo que fuera. Poco menos de un año después, mis decisiones y cierto empujón de la vida me llevaron a desembarcar en la isla de Leros para ofrecerme como voluntaria en el campo de refugiados. No tenía idea de lo que me iba a encontrar ahí, llegué con mucha ignorancia de la situación.
El día que desembarqué en la isla me trasladé por la tarde a Pikpa, un edificio que albergaba una parte de la población con necesidades especiales y en riesgo de vulnerabilidad. Eran principalmente mujeres, niños y adolescentes. Al llegar había gente corriendo de un lado a otro y escuchaba directrices como: “no dejen a los niños salir, “estén atentos a las aglomeraciones de gente”. Estaban en estado de emergencia y me costó un rato entender qué ocurría.
Una gran parte de los voluntarios habían huido de la isla ese domingo después de ser atacados con armas caseras por más de 50 ciudadanos griegos residentes en la isla. Los refugiados también fueron atacados violentamente ese día, hombres, mujeres y niños sin distinción. La demanda de los manifestantes era que todos y todas se fueran de la isla inmediatamente porque si no habrían serias represalias. Antes de marcharme al hotel me dijeron que —por mi seguridad– no le dijera a los locales que yo era voluntaria. Lo que encontré era muy distinto a como lo había imaginado.
¿Qué era lo que estaba ocurriendo con los ciudadanos para que estuvieran tan molestos? La isla de 53km2 y 7.000 habitantes vivía la crisis económica que atravesaba Grecia. A eso hay que añadir nunca había sido un lugar muy visitado —por su distancia con Atenas y su cercanía con Turquía— y que cuenta con un pasado un tanto oscuro tras haber sido base naval de alemanes e italianos, así como prisión política de los disidentes durante la dictadura griega. Esa prisión era un conocido hospital psiquiátrico, que es hoy —mirá la casualidad— el campo de refugiados de Leros en Lakki. Los pocos turistas que solían llegar habían sido sustituidos por 800 refugiados sin trabajo, sin dinero, que no hablaban su idioma, y necesitaban comida y un lugar para dormir. Eran 12.000 refugiados distribuidos solamente en las islas del Egeo en lo que llaman “hotspot” (centros de recepción e identificación) que más bien me parecían cárceles sobresaturadas y en condiciones precarias. El país estaba resentido, en plena crisis se veía abandonado por el resto de Europa, que había cerrado sus fronteras dejándolo a los griegos asumir la crisis migratoria que le era y es insostenible bajo esas circunstancias.
La otra cara de la moneda eran las miles de historias como las de aquel hombre que vi en el video. La primera conversación al llegar al campo fue con una joven siria quien cruzó la frontera con su hermosa bebé, en su incipiente inglés me mostró una foto diciéndome que la persona en la foto era el hermano menor de su esposo. Yo sonreí. Ella me dijo: “lo mataron ayer”. O la historia de una mujer que venía de otra guerra en Eritrea con sus dos hijos. Huyó del país porque su esposo fue apresado por temas políticos, así que ella tomó en ese momento a sus pequeños, cruzó varias fronteras por tierra y mar para evitar que también los atraparan, pero nunca más supo de su esposo. O el adolescente en su tercer intento de suicidio, venía de Afganistán viajando solo y tenía miedo de que le rechazaran su solicitud de asilo y lo devolvieran, prefería morir antes que regresar a su tierra. No había una sola historia que no hubiera estado manchada con sangre. Es que así suelen ser las historias de la gente que está huyendo para salvar sus vidas.
Esta experiencia con todas las historias que conlleva me hizo comprender que el tema de los refugiados era mucho más profundo y doloroso de lo que yo creía. Me tomó tiempo superar la desesperanza que me embargó. Las situaciones de este tipo siempre conllevan una complejidad enorme. Acá no existe el blanco o el negro. El matiz de grises es muy amplio. Hay un impacto en áreas de salud, de política, de seguridad y economía. Todo esto son temas serios y deben ser atendidos con claridad, eficiencia y sentido de urgencia, no pretendo ignorar estos hechos.
Pero el tema más serio para mi es la vida humana y esto no se negocia. En estos procesos de migración cada uno tiene una historia por la cual busca empezar una vida en otro lugar y esa historia merece ser escuchada. Es un hecho que hay personas con buenas y malas intenciones en todo lugar de este planeta, en todos los gremios y en todos los países. Pero no caigamos en el error de estigmatizar a toda una población por el actuar de unos cuantos. No nos gustaría ser juzgados por el actuar del vecino. Eso, así de sencillo es xenofobia, les guste o no.
Cuando comprendemos que nuestra vida no vale más o menos que la de ninguna otra persona y que podriamos ser nosotros o alguien de nuestra familia quien viva una tragedia de estas dimensiones, la mirada nos tiende a cambiar. Quizá nos parezcan muy lejanas estas historias cuando no las vivimos, cuando pasan allá por Europa y cuando la gente procede de lugares que nos parecen exóticos como el medio oriente pero el caso de Nicaragua no es distinto. Esto no es romanticismo, es una realidad, hay vidas en riesgo, y hoy más que nunca nuestros hermanos y hermanas nicaragüenses nos necesitan.
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