A propósito de la decisión de la Sala Constitucional sobre el matrimonio igualitario, convendría, por guardar un enorme parecido, revisar qué pasó en Colombia en el año 2011 y, más recientemente, en 2016. Costa Rica no está aislada y el contexto en el que estamos situados nos da algunas pistas sobre lo que podríamos esperar en este y otros temas. Colombia tiene, con toda seguridad, el mejor tribunal constitucional de América Latina. Sus resoluciones son, por la profundidad que expresan, fuente de consulta permanente. En la sentencia C-577-11, la Corte Constitucional ordenó al Congreso colombiano legislar “de manera sistemática y organizada” la relación de derechos, incluido el matrimonio, para las parejas del mismo sexo. Concedió 2 años que vencían en julio de 2013. Entendió, como nuestra Sala, que excluir a alguien de una figura del derecho civil por razones de orientación sexual era inconstitucional. Sin embargo, el tiempo pasó y los congresistas “patearon la bola” hasta llegar a 2016. Entonces, en un nuevo voto, el SU-214-26, de cara a aquella inacción, los magistrados concluyeron que el matrimonio igualitario estaba ya incorporado al ordenamiento jurídico y que ni jueces ni notarios podrían negarse a celebrarlo.
La decisión de la Sala Constitucional es jurídicamente posible, —en teoría constitucional se le conoce como sentencia interpretativa exhortativa y en el caso nuestro se ha usado en otros momentos, como cuando, en 2006, se le dio a la Asamblea 6 meses para aprobar una Ley de Referéndum—. Sin embargo, más allá de lo legal, lo importante, en clave política, es que ella es no solo expresión de la enorme polarización que generan ciertos debates sino también, muestra de la imparable fuerza con la que el reconocimiento de muchos derechos postergados se coloca en el escenario actual.
Las sociedades cambian, a diversos ritmos, a distintos compases. Pero lo cierto es que avanzan y se reconfiguran por completo las realidades para dar lugar a situaciones inevitables.
Y así, de repente, en la portada del periódico está un tema que hasta ayer era tabú; en la mesa de al lado hablan con naturalidad de lo que hace unos días era una discusión prematura; el país camina con pasos firmes hacia lo que solían ser luchas y pancartas.
Avanzamos. De manera inevitable. Pese al miedo, pese a la intolerancia. Cuando hubo oposición a que las mujeres votaran lo que movía era el miedo, el miedo a perder un statuo quo que aseguraba solo a algunos ciertos privilegios. Cuando se ostentan prejuicios contra personas inmigrantes lo que hay detrás es un temor al otro, a que aquel que es diferente nos arrebate nuestra comodidad. Cuando en la Administración anterior se impulsó una política penitenciaria que humanizara la pena y garantizara condiciones dignas para las personas que están en una cárcel, los sectores más casposos lucraron del miedo. Con cifras inventadas y realidades distorsionadas, la estrategia fue hacer creer que un trato carcelario digno suponía poner en riesgo la seguridad de los otros.
Hemos sido una sociedad temerosa de que el bienestar ajeno nos robe el bienestar propio. Que una persona desee casarse con otro adulto en un acto libre y voluntario no implica que aquel que siempre ha tenido esa posibilidad vaya a perderla. No implica cercenar el derecho del que ha podido disponer de él antes o después de la Sala, ni antes o después de la Corte Interamericana. Que de aquí en adelante, o en unos meses, cualquier adulto pueda organizar su plan de vida sin imposiciones discriminatorias de parte del Estado es, en definitiva, garantía de que habrá más libertad para decidir y, sobre todo, de que le hemos ganado la partida, de nuevo, al miedo que paraliza y oprime. Ese que cada tanto nos reta individual y colectivamente.
Por supuesto, somos dos ciudadanos que habríamos deseado que la Sala no hubiese pospuesto un cambio que traerá más felicidad a muchos hombres y mujeres porque no se nos antoja justo. No obstante, tampoco nos arrugamos, es cuestión de tiempo. Tan solo se han retrasado lo inevitable, aunque, por supuesto, desde el activismo social y político hay que mantenerse en guardia para que llegue pronto. Quizás la inmediatez del momento nuble la mirada y no seamos capaces de ver lo que está sucediendo. En unos años, las generaciones que nos sucedan verán este debate —y otros hoy puestos en la palestra— con perplejidad, como una excentricidad de nuestra época, igual que hoy, en retrospectiva, vemos perplejos como hace 100 años a la mitad de este país se le prohibía votar a sus gobernantes.
Vivimos tiempos globales donde los derechos dejan de ser quimeras y Costa Rica no escapa a esa vertiginosa realidad. Falta muchísimo, hay todavía grupos, poblaciones y sectores excluidos e invisibilizados, pero estamos avanzando. Las luchas por los derechos humanos nunca han sido una tarea sencilla. Como quiera, la certeza de que ellas son la puerta para que haya más personas felices, plenas y realizadas debe vitaminar nuestra convicción de que desafiar al miedo siempre nos situará del lado correcto de la historia.
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