En tiempos de crisis, ni siquiera comparables con los de los años 80, de los que, paradójicamente, Jesús Ramírez es, en ambos, protagonista y, por ahora, sobreviviente, la selección de los nuevos magistrados y magistradas que integrarán las salas de la Corte Suprema de Justicia ha terminado adquiriendo un nivel dramático. Nunca como antes un Poder Judicial estuvo tan expuesto y por eso las nuevas designaciones suponen tanto para la solidez de la instituciones judiciales.
La metodología anunciada por la Comisión de Nombramientos es, sin embargo, todavía confusa y con enormes márgenes para la arbitrariedad. Ya se ha dicho que asignar un 40 % de la calificación final a la entrevista con los diputados sin especificar siquiera qué rubros se valorarán mantiene el riesgo de dejar por fuera, como ha sucedido antes, a las personas más cualificadas.
Sin embargo, hay más, revisando los aspectos puntuados como “Atestados”, y que alcanzan el 60% del escrutinio, surgen dudas sobre su idoneidad, así como están planteados, para que sirvan como un criterio objetivo para escoger las mejores candidaturas. Aproximadamente, un tercio del valor de los atestados se corresponde con los postgrados —20 puntos por maestría y 30 por doctorado—. Esas dudas están justificadas tanto en una práctica judicial particular que lleva ya varios años y, además, en una falta de rigor general al momento de definir su valor.
De acuerdo con el Primer Estado de la Justicia de 2013, coordinado por el Programa Estado de la Nación, 7 de cada 10 jueces tienen maestría o especialidad y casi la mitad de quienes se encuentran en los niveles más altos de la judicatura poseen doctorado, la mayoría de una universidad privada. Esto es, tener un postgrado no es un elemento diferenciador.
Por otro lado, como escribió Luis Pásara, investigador de la Universidad de Salamanca, “en América Latina los procesos de selección judicial mercantilizaron los diplomas y grados otorgados por universidades de baja calidad. La búsqueda de objetividad en esos procesos, mediante el reconocimiento de un puntaje a los “papeles” presentados por los candidatos, alimenta involuntariamente una industria generadora de diplomados, maestrías y doctorados que, en verdad, no corresponden a méritos efectivos de quien detenta el título respectivo” (2013:137). En una universidad seria, la obtención de un doctorado va antecedida por un exigente proceso académico que implica sacrificios personales y familiares a tiempo completo. Según un estudio de la Revista Research Policy , un 32% de los candidatos a doctor experimentó problemas de salud, físicos y psicológicos, durante el desarrollo de su tesis.
Conceder un puntaje sin hacer distinciones sobre el lugar y la forma en los que se obtuvo la maestría o el doctorado es favorecer la mercantilización de la que habla Pásara y, digámoslo, la mediocridad. Estaremos de acuerdo en que no es lo mismo doctorarse de derecho en Stanford que en la Juan Carlos I, universidad acusada de regalar un título de máster a la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. Existen rankings internacionales o criterios de acreditación en el SINAES, por ejemplo, que tendrían que considerarse al calificar la presentación de un postgrado para dotar la selección de mayor justicia y rigor.
Eso mismo habría que decir de las publicaciones académicas, que en la convocatoria legislativa se les asignó un 2%, los puntajes deberían variar en función de la calidad de la indexación (SJR para poner por caso), de su ubicación en cuartiles y del impacto científico del lugar en el que se publicó.
No hacerlo así es frivolizar la realización de maestrías y doctorados, no se trata de alentar los elitismos que hacen que, por ejemplo, en Reino Unido, el 80% de los jueces sean graduados de Oxford o Cambridge. Pero sí de fijar criterios para que circunstancias distintas sean calificadas de modo distinto.
Lo mismo habría que decir de la idea, absurda, de equiparar, como se estableció en la metodología, la experiencia con los postgrados. Así, se resolvió que los 30 puntos del doctorado equivaldrían a 25 años o más de trayectoria profesional. La experiencia es valiosa, pero es diferente a haberse empleado durante años a hacer estudios doctorales. El esfuerzo de un postgrado no tiene nada que ver con el tiempo ejerciendo la profesión de abogado. Imaginemos a alguien que se graduó a los 22 años y que, a partir de entonces, no hubiera vuelto a abrir un libro en su vida; de acuerdo con la propuesta legislativa el paso del tiempo, por haber cumplido 47 años, valdría lo mismo que haber dedicado largas horas de estudio, de noches en vela y de, muchas veces, frustrantes discusiones académicas para acabar un proyecto de investigación de la envergadura de una tesis doctoral. Además, no tienen sentido que la experiencia se valore doblemente porque dentro del 60% que corresponde a los atestados casi dos terceras partes -65%- están asociados a los años de ejercicio profesional.
En definitiva, aún falta mucho, de verdad mucho, para depurar el proceso de selección de las nuevas magistraturas. Una revisión minuciosa de cómo se hará es todavía necesaria, la metodología propuesta adolece de defectos que deberían corregirse. He señalado dos ahora. Pero hay más. Modernizar a la Corte Suprema de Justicia es un reto mayúsculo, y no depende exclusivamente del Poder Judicial, el compromiso político es indispensable y ese compromiso, que le corresponde al Congreso, pasa por escoger a las mejores personas sin la arbitrariedad ni la opacidad del pasado. Por ahora, esa promesa aparece en pausa.
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