Nuestras hijas son lectoras ávidas. Las hijas de los otros no saben leer.
Nuestras sobrinas leen mucho, de forma fluida, en castellano y en inglés.
Las sobrinas de los otros, no han aprendido a leer ni en su idioma materno.
Nuestro sobrino moldea, diseña y crea en el espacio digital.
Los sobrinos de los otros no saben leer los lenguajes de las TIC.
Las jóvenes generaciones que viven por aquí, leen para aprender sobre las disciplinas, sobre los acontecimientos, para comprender el mundo.
Las jóvenes generaciones que viven por allá, no aprenden sobre el mundo porque no saben leer.
Las nuevas generaciones en mi familia analizan, critican y conversan sobre la información que leen, miran y escuchan.
Las nuevas generaciones en las familias de los otros, creen todo lo que escuchan, porque no saben leer.
Niños, niñas y jóvenes cercanos y amigos leen, interpretan y disciernen (en el maremágnum de información) lo que les es pertinente y útil.
Niños, niñas y jóvenes en los barrios allá (a quienes amo de lejos), consumen la información que se les hace llegar de acuerdo con intereses insospechados.
Las personas que leen, analizan, disciernen, conversan y dominan las tecnologías digitales tienen, desde luego, acceso a mejores trabajos, mejores salarios y a una mejor calidad de vida.
Las personas que no saben leer están condenadas al desempleo, a la dependencia y a la pobreza.
Las personas que leen, comprenden, critican y analizan pueden demandar mejores condiciones para su desempeño personal, social y laboral.
Las personas que no saben leer no tienen argumentos; solo lamentos.
No tienen voz; solo protesta. No tienen paz; solo reclamos.
Yo, que sé leer y sí tengo argumentos, sin embargo, no tengo paz.
Por eso, alzo mi voz:
¿Por qué no estamos enseñando a leer a los hijos de los otros?
¿Por qué solamente a los nuestros?
¿Por qué estamos cultivando esta enorme inequidad?
¿Por qué estamos incubando la violencia?
Originalmente publicado en Página 15, La Nación, 26 de noviembre del 2011.
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