Costa Rica celebró este 1 de diciembre uno de sus hitos más luminosos de su historia como República: la abolición del ejército. Un acto que, desde 1948, nos define ante el mundo como una nación que eligió la escuela antes que el cuartel, la palabra antes que la bala, la democracia antes que la fuerza. Pero este aniversario nos encuentra con una herida abierta y sangrante: somos un país sin ejército que, sin embargo, se desangra en sus calles.

El crimen organizado avanza, los homicidios crecen, los territorios se llenan de miedo y la sensación de inseguridad perfora la vida cotidiana. La paradoja es dolorosa: la paz institucional no alcanza cuando la violencia se instala en los barrios, en las fronteras, en la adolescencia perdida, en la economía ilegal que recluta a quienes sienten que el Estado ya no les ofrece futuro.

La abolición del ejército fue una promesa de inversión social, de oportunidades, de protección integral. Pero esa promesa se ha ido debilitando. El dinero que no se destina a comprar armas, no siempre llega a las aulas, los comedores escolares, la salud mental, a las familias vulnerables, a las redes de cuido. Y así, lentamente, la falta de oportunidades se vuelve combustible para organizaciones que sí tienen estructura, sí tienen recursos y sí tienen un “proyecto” —aunque sea criminal— para las juventudes.

La violencia que hoy enfrentamos no es solo policial: es social, económica, institucional. Es producto de años de abandono de políticas preventivas, de inversión pública insuficiente, de una seguridad que represiva más que preventiva, de un tejido comunitario que se ha ido rompiendo. No basta con moretones en las estadísticas ni con promesas de campaña; necesitamos un nuevo pacto social.

Un país sin ejército debe tener algo más fuerte que un ejército: un Estado que funcione. Un Estado que proteja a sus niñas y niños antes de que el crimen los reclute; que acompañe a las mujeres que cargan solas con los cuidados; que fortalezca la educación pública sin discursos vacíos; que atienda la salud mental no como lujo, sino como derecho; que brinde oportunidades a quienes viven en los márgenes de la pobreza, la discriminación y la exclusión.

No se trata de militarizar la seguridad ni de traicionar el legado del 48. Se trata de honrarlo. Porque abolir el ejército no nos prometió una paz pasiva, sino una paz activa: la que se construye todos los días con políticas públicas, instituciones sólidas y ciudadanía comprometida.

Cada 1 de diciembre debería ser más que un acto simbólico. Es un llamado urgente a recuperar el país que soñamos y a enfrentar el país que tenemos. A reconocer que la violencia no se combate solo con patrullas, sino con oportunidades. A exigir que el Estado cumpla su parte y que la sociedad haga la suya.

La abolición del ejército nos dio identidad; ahora necesitamos decisiones valientes para que esa identidad no sea una postal del pasado, sino un proyecto de futuro. Costa Rica merece seguir siendo un país de paz, pero una paz verdadera, que se viva también en las calles.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.