En un reciente artículo de opinión, Boris Marchegiani plantea la necesidad de “recuperar el espíritu de Costa Rica que alguna vez conquistó al turismo internacional”. La frase es potente, evocadora y aparentemente compartida por amplios sectores del país. Sin embargo, vale la pena preguntarse con honestidad: ¿qué espíritu es el que se apagó y por qué?
Lejos de tratarse de un problema cultural de las comunidades, ese espíritu se ha ido diluyendo como consecuencia directa del modelo turístico que el propio Estado ha impulsado durante décadas. Un modelo que, en múltiples territorios, ha resultado gentrificador, excluyente y profundamente transformador de las condiciones humanas que sostienen las culturas vivas.
Cuando el turismo encarece el suelo, la vivienda y la vida cotidiana; cuando obliga a familias a desplazarse a zonas periféricas o a abandonar sus comunidades de origen; cuando sustituye economías locales por servicios estandarizados para el visitante, no fortalece la cultura: la desplaza. Cantones como Garabito y distritos como Jacó ilustran con claridad este proceso, donde muchas personas ya no pueden vivir en los lugares donde crecieron, y donde la identidad local se reconfigura bajo una presión económica constante y la ya mencionada estandarización del paisajismo urbano, servicios y productos.
Hablar de “recuperar el espíritu costarricense” sin reconocer estos impactos estructurales equivale a romantizar un pasado sin hacerse cargo de las decisiones que nos trajeron hasta aquí.
En cuanto a la infraestructura, es indiscutible que Costa Rica necesita modernizarse. El país requiere obras públicas bien planificadas, resilientes al cambio climático y pensadas para los retos de múltiples sectores productivos y, sobre todo, para la ciudadanía. No obstante, diseñar el país colocando al turismo en el centro de todo no es visión estratégica: es egocentrismo económico.
Un Estado serio no se ordena alrededor de un solo sector. Se construye desde la diversidad productiva, la cohesión social, el equilibrio territorial y la protección de los bienes comunes. El turismo puede y debe ser parte de esa ecuación, pero nunca su eje absoluto.
La mayor preocupación del artículo, sin embargo, surge cuando se aborda el tema de los Parques Nacionales. Afirmaciones como que “no se requieren títulos universitarios para vender un boleto o revisar una mochila” y que “sobran personas para lo primero y faltan para lo segundo” revelan una visión peligrosa sobre el trabajo, la educación y el sentido de la conservación.
Este tipo de razonamientos reflejan la lógica de modelos turísticos altamente agresivos, que reducen el empleo a su mínima expresión salarial y funcional. El turismo sostenible, por el contrario, dignifica el trabajo y genera oportunidades para múltiples profesiones y vocaciones: guardaparques especializados, biólogas, educadores ambientales, guías certificados, investigadoras, gestoras culturales y científicas. Minimizar estas aspiraciones humanas no solo es injusto, sino contrario al desarrollo que el país dice promover.
Más preocupante aún es la afirmación de que “proteger la naturaleza sin darle sentido humano es como cuidar un jardín al que nadie puede entrar: una belleza solitaria, inútil, condenada a marchitarse”. Esta visión confunde profundamente el rol de las áreas protegidas.
Los Parques Nacionales no son empresas turísticas, ni espacios inútiles en espera de explotación. Son pilares ecológicos, fuentes de agua, refugios de biodiversidad y garantías de equilibrio ambiental. Precisamente esa biodiversidad —tucanes, dantas, jaguares— ha sido el principal atractivo turístico del país y uno de los factores que históricamente ha despertado interés internacional.
Aquí emerge una contradicción central: si no protegemos la naturaleza con respeto, límites y ciencia, no habrá nada que ofrecer, ni nada con qué especular. Sin biodiversidad viva, el turismo pierde su razón de ser.
Costa Rica no necesita escoger entre turismo y conservación. Necesita un modelo que entienda que la biodiversidad no es un accesorio del desarrollo, sino su condición de existencia. Que las comunidades no son obstáculos, sino portadoras de cultura, conocimiento y arraigo. Y que el verdadero “espíritu país” no se recupera mercantilizando la naturaleza, sino cuidándola y cuidándonos en el proceso.
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