Sí, sé que puede parecer raro plantearse quiénes serán los que voten en las próximas elecciones nacionales. ¿Por qué? Porque bueno, parece medio tonto hacerse esa pregunta sabiendo casi todos que los que votan las personas mayores de 18 años que no tengan una sentencia judicial que suspenda sus derechos políticos. No obstante, esta pregunta no tiene una respuesta tan sencilla. Por el contrario, responder de esta forma esta pregunta refleja un problema mayúsculo de nuestra democracia: creemos que somos iguales.

No estoy hablando de que no seamos iguales en el plano legal, estoy hablando de que no somos iguales en el plano de la materialización de nuestros derechos.

A lo que voy con todo esto es que de cierta forma se nos olvida que hay personas con necesidades distintas para la emisión del sufragio. ¿Cuáles? Personas mayores de edad, personas con discapacidad física y/o cognitiva, personas privadas de libertad, personas en condición de pobreza extrema, personas analfabetas, personas sin estudios básicos, entre otras.

Entonces… ¿cuál es el punto con esto? Bueno, la idea de esto es reflejar cómo el voto se ve condicionado por la realidad de las personas y cómo desde una pregunta tan básica nosotros partimos de suponer que todas las personas cuentan con las mismas posibilidades para materializar sus derechos, en este caso los políticos. No es igual que yo, Byron, estudiante de Derecho lea sobre reformas económicas que desea ejecutar la administración a que lo haga un estudiante de Economía: las condiciones de comprensión en temas jamás será la misma. La pregunta acá es: ¿Qué tanto saben las candidaturas sobre ser inclusivos con el manejo de la información?

Tomemos un caso particularmente complejo: una persona con una discapacidad cognitiva que requiere apoyo muy intenso (dada su capacidad cognitiva terriblemente disminuida) de la persona garante al punto de que esta última debe firmar documentos en su nombre. ¿Cómo puede esta persona emitir un voto verdaderamente informado? ¿Cómo evitar que vote, de facto, lo que decida la persona garante? La Ley para la Promoción de la Autonomía Personal de las Personas con Discapacidad (Ley 9379) abrió la puerta a la igualdad jurídica absoluta, pero no previó los matices y desafíos que surgen en situaciones como esta. En una consulta realizada al señor Andrei Cambronero, letrado del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), en estos casos si después del proceso de tutela no se ordena su exclusión del padrón electoral, la persona seguirá inscrita y habilitada para votar.

En la práctica, la Junta Receptora de Votos (JRV) determinará si corresponde un voto asistido o un voto público, según el caso. Además, si la Junta estima que la discapacidad impide a la persona votar de manera consciente, podría incluso valorar no permitir el sufragio. Esa decisión, por supuesto, puede ser impugnada ante el TSE.

Dicho todo esto, es evidente que la respuesta sobre quiénes votan este primero de febrero no es tan sencilla. Costa Rica no es una masa uniforme de personas y la realidad es que ningún país lo es. La realidad es compleja y ver a todas las candidaturas hablarle a las personas como si todas tuviesen las mismas necesidades es lamentable; sí, estamos de acuerdo en que todos necesitamos salud, educación y seguridad, sin embargo, las propuestas muchas veces no son lo suficientemente claras para todas las poblaciones o, por el contrario, no llegan.

Véase el caso de las personas privadas de libertad. Si bien es impopular hablar de esto, lo cierto es que en los centros penitenciarios del país hay más de 16000 votos: casi los suficientes para elegir a Celso Gamboa como diputado (sarcasmo). La pregunta acá es: ¿tienen estas personas las condiciones necesarias para informarse sobre las candidaturas? La realidad es que no. Y antes de que alguien salga a decir que esta población no debería votar, yo les pregunto: ¿por qué habría que despojarles a tal grado de su humanidad si eventualmente deberán reinsertarse a la sociedad? ¿Acaso hay que encerrarlos ahí hasta el fin de los días?

Volviendo al grano, las personas privadas de libertad no cuentan con acceso pleno a internet, a redes sociales, ni a debates televisados; sus posibilidades de informarse dependen de los materiales impresos que logren ingresar, de la voluntad institucional y, seamos honestos, de un sistema penitenciario que ya de por sí opera al borde del colapso. ¿Cómo pueden estas personas formarse un criterio político en igualdad de condiciones? ¿Y cómo pueden las candidaturas pretender hablar de justicia, igualdad o inclusión si ni siquiera reconocen a este grupo como parte del electorado?

Lo mismo ocurre con personas analfabetas o con escolaridad muy básica, para quienes el lenguaje técnico de los planes de gobierno es enigmático. Y sí, alguien podría decir: “Bueno, que se eduquen”. Pero la democracia no funciona así. La democracia no premia al más instruido; la democracia se sostiene en la posibilidad real de participar, no en la ficción de que todos pueden hacerlo igual.

Por eso, cuando preguntamos quiénes votan este primero de febrero, no deberíamos pensar únicamente en cuántas personas mayores de edad hay en el padrón. Deberíamos pensar en qué condiciones votan, quiénes entienden realmente las propuestas, quiénes reciben información accesible y suficiente, y quiénes están, por diseño o por abandono, en la sombra.

Al final, esta no es una reflexión sobre números, sino sobre dignidad democrática. Porque sí, todos votamos; pero no todos votamos desde el mismo lugar, con las mismas herramientas ni con las mismas oportunidades. Y reconocer eso no divide al país: lo humaniza.

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