Diciembre siempre ha sido mi mes favorito. Bueno, después de abril, que es cuando cumplo años. Desde finales de noviembre empiezo a contar los días para verlo llegar. Supongo que es porque todavía guardo los recuerdos de mis tiempos de escuela: el 30 de noviembre se acababan las clases y lo que seguía eran tres meses de vacaciones, la casa preparándose para Navidad, la emoción de ir a comprar la mudada para estrenar el 25 y el primero de enero. Hoy, en perspectiva, puedo ver cuán afortunada fui.

La casa cambiaba con la llegada del árbol y, por supuesto, con el aguinaldo. Ahí empezaba a mejorar el humor general: Canticos Navideños al mediodía, la radio encendida todo el día y la sensación de que siempre había algo que hacer para la celebración. Todo olía a ciprés.

Recuerdo las conversaciones sobre la lista de los tamales, la logística del maíz cascado que mi papá-abuelo llevaba al molino a las tres de la mañana el día T —de tamal—, un evento que era casi un misterio. Nadie sabía exactamente cuándo doña Carmen iba a hacer tamales, pero como una intuición heredada, ese día en la noche o al amanecer comenzaban a llegar los comensales.

Aún la veo en la cocina: picando chile dulce, papa, zanahoria; cocinando la carne de chancho —con bastante cerdo, como decíamos—. En mi casa los tamales llevan pipián, carne de cerdo y pollo. Mi papá los cocinaba afuera, en el patio, a la leña. Él pasaba todo el día armando la parrilla donde iban las ollas y, oficialmente, nadie más que él podía amarrar los tamales. Ese trabajo era de don Eliecier, igual que ordenarlos en las ollas, perfectos, como si fuera un arte. Durante el día sonaba radio Sinfonola y entre La Chola y Elier se alistaban para la tarea monumental de sacar unas ochenta piñas de tamales, para repartir entre toda la familia y las visitas de diciembre. Un café y un tamal con gallopinto… nada más había que pedir.

Otro día tocaba ir al mercado por las frutas confitadas y los moldes para los queques de Navidad, además del guaro Cacique o Cuatro Plumas para “bautizarlos”. Después venía la parte de buscar regalos, sacar apartados y comprar lotería. Yo me caminaba la avenida central muchas veces, cargada de bolsas y de felicidad. Y siempre, siempre, un helado de sorbetera, que en diciembre sabe distinto, más rico.

El sol de diciembre es otro. Su brillo y su color tienen un encanto especial. La brisa y el olor de esos días me acurrucan el corazón. Ya no están mami, papi, ni Sandri… pero ahora estoy yo, con Aurora. Me la llevo a la avenida, le compro su mudada, ponemos el árbol juntas y tengo pendiente ir a buscar más adornos. Falta también poner fecha para los tamales, que ahora incluyen opciones vegetarianas y libres de gluten. Y así voy, creando mi propia historia, mis propias tradiciones. Quizá un día Aurora escriba sobre ellas, en alguna columna.

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