El día de hoy quedó expuesto públicamente que en Costa Rica hay personas que tienen el lujo de poder enfermar bajo mejores condiciones que otras. Resulta profundamente preocupante constatar que, en nuestro país, la enfermedad puede llegar a pesar más por jerarquía social que por gravedad clínica. Porque, seamos honestos, ¿cuándo ha sido noticia que a Juanita Pérez le otorguen una tobillera electrónica por su condición de salud? Eso no ocurre. Lo que sí ocurre es que hay personas que, dentro del sistema penitenciario, enferman, se deterioran y mueren, habiendo convertido la negligencia en parte estructural de la privación de su libertad.
La reciente salida de una exfuncionaria pública de renombre, justificada por motivos médicos, dio visibilidad a una realidad tan cruel como recurrente, aunque rara vez ocupe titulares: la desigualdad en el acceso a la compasión institucional. No se trata de negar el derecho a la salud; es, precisamente, todo lo contrario. Se trata de cuestionar por qué ese derecho no se garantiza de manera integral, equitativa y accesible para todas las personas privadas de libertad.
Dentro del sistema penitenciario costarricense hay mujeres que sobreviven el dolor de sus enfermedades sin terapias de alivio, sin masajes linfáticos, sin atención especializada y, en algunos casos, incluso sin acceso a algo tan básico como bloqueador solar para proteger pieles vulnerables. Allá adentro existen cuerpos que no alcanzan el umbral de gravedad necesario para que su condición sea considerada “incompatible” con la prisión. En esos casos, la salud deja de ser un argumento válido y pasa a convertirse en una carga que simplemente se debe soportar.
Resulta incómodo y bochornoso que este escenario se despliegue alrededor de una figura que, en su momento, ocupó el cargo de defender a la ciudadanía, especialmente cuando el Estado parece reaccionar con mayor diligencia una vez que reconoce el rostro al que está atendiendo. Esa diferencia de trato no es anecdótica: es estructural.
La desigualdad es un tema que siempre debe permanecer sobre la mesa, y no requiere complejos marcos teóricos para ser comprendida. Vive en la comparación entre el calor de trabajar en una finca piñera de Pital y la frescura del aire acondicionado de Multiplaza. Vive en el cuerpo que hace fila desde las cuatro de la mañana en un centro médico, y en aquellos que esperan al especialista en una sala privada.
Y no se trata de que haya sido esta persona en particular. El problema es más profundo: es un error en el diseño social que usted y yo pagamos todos los días. Un sistema que ofrece salidas humanitarias de forma selectiva, que permite que algunas personas esperen sentencia sobre un colchón roto mientras otras cuentan con celdas privadas y encuentran salidas amparadas en vacíos jurídicos.
Mientras la enfermedad continúe funcionando como una moneda de cambio diferenciada para el cumplimiento de condenas, la igualdad ante la ley seguirá siendo una promesa que resiste en el papel, pero no en la realidad. Y la justicia, aunque vestida de normas, continuará decidiendo qué cuerpos merecen alivio y cuáles deben resistir.
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