Hoy se cumplen cincuenta años de la muerte de Hannah Arendt, una pensadora que, sin proponérselo, terminó convirtiéndose en una brújula para estos tiempos actuales tan inciertos. Por ello, leer a Arendt hoy es una manera de recuperar claridad cuando el ruido político pretende imponer versiones distorsionadas del mundo.
En “Los orígenes del totalitarismo”, Arendt explicó que los movimientos autoritarios no nacen solo de grandes ideologías, sino de un clima social donde muchas personas se sienten desconectadas, frustradas o invisibles. Esa soledad —no la física, sino la política— vuelve atractivos los discursos que prometen protección y enemigos claros.
Costa Rica vive hoy una forma sutil de esta dinámica: un liderazgo que se alimenta del malestar, que divide entre “nosotros los jaguares” y “los enemigos del pueblo”, que nutre resentimientos para consolidar adhesiones mediante ataques constantes a la institucionalidad.
No podemos afirmar que es totalitarismo, pero sí un deterioro serio de la confianza democrática, para ser la antesala a que hoy, casi un 25% de personas consideren un régimen autoritario como opción (según la más reciente encuesta del CIEP).
Con su ensayo “Verdad y política” da otra clave inquietante para entender el presente. Arendt observó que los líderes autoritarios no necesitan destruir la verdad: les basta con convertirla en algo incierto, moldeable, irrelevante.
Cuando se repite que las instituciones “no sirven”, que los medios “mienten”, que los datos “no importan”, el efecto no es simplemente desacreditar a los críticos: es desestabilizar el piso común desde donde discutimos. El actual gobierno ha convertido esta estrategia en una forma recurrente de comunicación, en la que la emocionalidad desplaza a la evidencia y la sospecha se normaliza como criterio político.
En su libro “Eichmann en Jerusalén”, Arendt dio un giro que sigue siendo incómodo: el mal puede expandirse no solo por fanatismo, sino por falta de pensamiento. El concepto de la “banalidad del mal” describe la obediencia mecánica, la renuncia al juicio, el “yo solo cumplo órdenes” que permite que decisiones injustas se ejecuten como si fueran procedimientos neutros.
Vemos señales preocupantes de este hábito: altos cargos políticos que justifican atropellos institucionales porque “así lo ordenaron”, o personas seguidoras que convierten cualquier crítica al poder en traición, y una ciudadanía que, agotada por la incertidumbre, puede caer en la tentación de dejar de examinar lo que ocurre frente a sus ojos.
Por último, en “La condición humana” completa el cuadro con una idea esencial: la política solo existe si hay pluralidad, si personas distintas se encuentran para decidir juntas. La democracia se degrada cuando una sola voz pretende representar a todas, cuando el desacuerdo se etiqueta como estorbo, cuando las instituciones se perciben como obstáculos a vencer.
Por ello, la metáfora del “jaguar” usada no es inocente: evoca fuerza, dominio, depredación. Pero la democracia no es selva; es un espacio donde nadie debería sentirse presa, un espacio donde nadie debería callar.
Recordar a Arendt y sus advertencias resuenan en una Costa Rica donde la crispación domina el debate, donde la retórica presidencial y de campaña electoral erosionan la legitimidad institucional y donde el pensamiento crítico se presenta como amenaza. Frente a eso, Arendt nos recuerda que la democracia se sostiene en personas capaces de reflexionar, cuestionar y actuar sin miedo.
Pensar —de verdad pensar— nunca ha sido cómodo. Pero es la única defensa contra quienes buscan reemplazar la conversación pública por el miedo o la aclamación. Defender la pluralidad, la crítica y la verdad es, hoy, una tarea urgente.
Si renunciamos a ellas, si dejamos de mirar con lucidez lo que ocurre, corremos el riesgo de que el jaguar devore no solo las instituciones, sino todo aquello que nos permite vivir juntos como sociedad democrática.
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