Cada 19 de diciembre, el Codo del Diablo nos obliga a mirar de frente una verdad triste y la cual responde a que la violencia política también forma parte de la historia del Estado costarricense. La noche del 19 de diciembre de 1948, seis presos políticos fueron asesinados en Siquirres mientras estaban bajo custodia estatal. No fue un accidente, ni un episodio confuso de la posguerra; fue un acto deliberado de violencia ejercida desde el poder.
El Codo del Diablo es, como se ha dicho, un “lunar” imposible de borrar en la historia nacional. Pero más que una mancha del pasado, es una clave para entender cómo opera el poder cuando decide quién es prescindible.
El crimen ocurrió en un contexto muy preciso, en la consolidación del nuevo orden tras la Guerra Civil de 1948. La Junta Fundadora de la Segunda República, liderada por José Figueres Ferrer, asumió el poder bajo la promesa de reconstruir el país y garantizar la democracia. Sin embargo, esa reconstrucción se dio también mediante la persecución sistemática de los vencidos, particularmente de los miembros y simpatizantes del Partido Vanguardia Popular.
La ilegalización del comunismo, los encarcelamientos, las amenazas y la violencia física no fueron desviaciones del proyecto político, sino parte de él. El Codo del Diablo revela que el nuevo Estado no solo buscaba derrotar a un adversario electoral, sino eliminar políticamente a un enemigo definido como peligroso para el orden nacional.
En ese sentido, la violencia estatal no fue una reacción improvisada, sino un mecanismo de control. El asesinato de dirigentes sindicales y políticos en Limón (una provincia percibida como periférica, afrolatina, obrera y comunista) muestra cómo el poder decide dónde y contra quién puede ejercer la violencia con mayor impunidad.
El relato oficial posterior al crimen es tan revelador como el crimen mismo. La versión de un supuesto ataque armado contra el motorcar en el que viajaban los detenidos fue rápidamente cuestionada, ya que el vehículo no presentaba impactos de bala, solo los presos murieron y algunos cuerpos mostraban signos claros de ejecución.
La posterior retractación de uno de los custodios confirmó que los detenidos fueron obligados a bajar del tren, esposados, y ejecutados a quemarropa. Aun así, el intento de encubrimiento muestra otro rasgo fundamental del poder estatal y es que no solo ejerce la violencia, sino que administra el relato sobre ella.
El Estado no mata únicamente con balas; también lo hace con silencios, informes falsos y narrativas oficiales que buscan clausurar la discusión pública. En el caso del Codo del Diablo, la mentira fue un segundo acto de violencia, esta vez contra la memoria colectiva.
Aunque los responsables fueron condenados a 30 años de prisión por homicidio ejecutado con perversidad brutal, ninguno cumplió su condena en Costa Rica. Salieron del país, fueron protegidos y, en algunos casos, literalmente sacados del territorio nacional por las mismas estructuras estatales.
La impunidad no fue un fallo del sistema sino fue su resultado. El mensaje que transmitió a la sociedad costarricense de la época era que el Estado podía ejercer violencia extrema contra sus enemigos sin consecuencias reales. Así, el Codo del Diablo no solo eliminó seis vidas, sino que sembró el terror como forma de disciplinamiento político.
Las familias de las víctimas (madres golpeadas, casas allanadas, hijos engañados sobre el paradero de sus padres) cargaron con el costo humano de esa estrategia. La violencia estatal no terminó en la vía férrea; se extendió en el tiempo, en el miedo y en el silencio forzado.
Recordar el Codo del Diablo no es un ejercicio nostálgico ni una revancha ideológica. Es una exigencia democrática. Una democracia que se construye sobre el olvido selectivo es una democracia frágil, incapaz de reconocer sus propios límites y errores.
Conmemorar el Codo del Diablo es, entonces, un acto de incomodidad necesaria. Nos recuerda que el poder estatal, incluso en democracias consolidadas, puede recurrir a la violencia cuando se siente amenazado. Y que la verdadera fortaleza democrática no está en negar ese pasado, sino en enfrentarlo.
Porque mientras el Codo del Diablo siga siendo un “lunar” no asumido, el riesgo no es solo olvidar lo que pasó, sino normalizar que vuelva a pasar.
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