Un buen amigo me recomendó leer un libro y al hacerlo, su lectura me resonó con el tema de los entornos sanos. Su lectura me hizo pensar que Costa Rica suele imaginarse a sí misma como una excepción: un país pacífico, democrático, dialogante y ajeno a los estallidos que han marcado a otras naciones de la región. Sin embargo, la historia —y la literatura— nos recuerdan que esa imagen no es una condición natural, sino una construcción frágil. Lo que me hace recordar aquello de no tirar piedras hacia arriba cuando se tiene techo de cristal.
En el libro “El año de la ira”, Carlos Cortés nos lleva a la Costa Rica de 1919, a un momento de quiebre social y político que suele abordarse desde los libros de historia como una transición institucional; sin embargo, la novela hace algo distinto: no se centra en los hechos, sino en el clima emocional que los hizo inevitables. Nos muestra cómo la ira no surge de repente, sino que se acumula lentamente cuando una sociedad deja de escucharse a sí misma.
La ira que atraviesa la novela no es una sola. No es únicamente la explosión visible ni el estallido violento. Es una ira silenciosa, una ira resignada, una ira contenida que se vuelve costumbre. Hay una ira que se reprime por miedo, otra que se normaliza por cansancio y otra que se disfraza de indiferencia. Todas tienen algo en común: anteceden a la ruptura. Nacen de la desigualdad sostenida, de la represión cotidiana, del miedo que se vuelve hábito y del silencio que reemplaza al diálogo. Cuando finalmente estallan, ya no distinguen responsables ni inocentes. Simplemente ocurren. Es la crónica de una muerte anunciada.
Esa es quizás la advertencia más incómoda del libro: la violencia no aparece como un accidente histórico, sino como una consecuencia previsible de entornos que dejan de ser humanos.
Leer este libro resulta inquietante no por lo que dice sobre nuestro pasado, sino por lo que refleja del presente. Salvando las distancias históricas, muchas de las dinámicas que se describen siguen resonando: desconfianza institucional, sensación de abandono, polarización, incapacidad de escucha, normalización del malestar. Cambian los escenarios, pero no siempre las estructuras emocionales que los sostienen.
Cuando una sociedad no ofrece canales reales para expresar el desacuerdo, cuando el poder se vuelve distante y sordo, cuando las personas sienten que no son vistas ni reconocidas, la ira no desaparece. Se transforma. Se desplaza. Se hereda.
Costa Rica ha venido registrando un aumento sostenido de manifestaciones de violencia que atraviesan tanto el ámbito público como el privado. Violencia en instituciones, en centros educativos, en espacios laborales y en los hogares. A ello se suman cifras crecientes de ansiedad, depresión y suicidio, así como hechos extremos que estremecen a la sociedad: femicidios, abandono de recién nacidos, actos que parecen incomprensibles desde la lógica racional, pero que hablan de un profundo quiebre emocional colectivo.
Estos fenómenos no aparecen en el vacío. No son episodios aislados ni simples fallas individuales. Desde la psicología profunda, Carl Jung advertía que aquello que una sociedad reprime, niega o se niega a mirar, termina manifestándose de forma distorsionada y destructiva. A eso lo llamó “la sombra”: todo lo que se empuja hacia abajo por miedo, vergüenza o negación, pero que no desaparece, sino que se acumula.
Cuando el malestar no encuentra vías legítimas de expresión, cuando la frustración se normaliza, cuando el dolor no es escuchado ni contenido, la ira no se disuelve: se transforma. Puede volverse violencia dirigida hacia otros, hacia los más vulnerables, o incluso hacia uno mismo. En ese sentido, muchos de los episodios que hoy nos alarman pueden leerse no solo como hechos criminales o sanitarios, sino como síntomas de una ira reprimida que no encontró canales humanos, institucionales o sociales para ser elaborada.
Existe una paradoja que resulta difícil de ignorar. Mientras diversas entidades estatales afirman no contar con presupuesto suficiente para atender el creciente malestar emocional que atraviesa a la sociedad, también desestiman —en silencio— ofertas de apoyo técnico y profesional que no implican costo alguno. En los últimos años, por ejemplo, he ofrecido, en distintas ocasiones, colaboración concreta para abordar problemáticas específicas vinculadas al bienestar emocional y a la construcción de entornos humanos más sanos. No se trataba de solicitudes de financiamiento ni de exigencias institucionales, sino de apoyo, de un simple aval para continuar. Sin embargo, estas propuestas han sido sistemáticamente ignoradas. No rechazadas con criterio técnico, no evaluadas, no discutidas: simplemente no escuchadas. Esa omisión revela algo más profundo que una limitación operativa. Expone un quiebre entre el discurso público —que reconoce la falta de recursos— y una práctica institucional que cierra espacios incluso cuando la ayuda está disponible.
Esta contradicción no es inocua. Cuando las instituciones no solo carecen de medios, sino que además bloquean los canales de colaboración y escucha, el malestar no se resuelve: se acumula. Y ese malestar previo, no elaborado ni contenido, es precisamente el terreno fértil donde germinan formas diversas de ira social. El costo de esa incoherencia no se mide únicamente en presupuestos, sino en desgaste emocional colectivo.
La novela de Cortés pone el foco precisamente ahí: en lo que ocurre cuando los entornos dejan de ser seguros, cuando la pertenencia se erosiona y cuando el silencio reemplaza a la conversación. No hay sermón ni moraleja explícita, pero sí una pregunta de fondo que incomoda: ¿qué tipo de ira estamos acumulando hoy sin darnos cuenta?
La historia costarricense demuestra que la paz no es un rasgo genético ni una garantía perpetua. Es una práctica. Requiere escucha, reconocimiento, reparación y cuidado constante de los vínculos que sostienen la vida colectiva. Cuando esos elementos fallan, incluso las sociedades que se perciben estables pueden fracturarse.
El año de la ira no propone soluciones. No es su función. Pero cumple un rol fundamental: recordarnos que ignorar el malestar no lo elimina; solo lo desplaza hacia formas más destructivas. Tal vez el verdadero valor de esta novela sea obligarnos a mirar nuestros propios silencios. Porque la historia ya nos mostró lo que ocurre cuando una sociedad deja de escucharse. La pregunta es si estamos dispuestos a aprender antes de repetirla.
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