En los últimos meses se nos repite un mismo mensaje: la economía va bien. El discurso oficialista destaca cifras positivas reales: inflación a la baja, estabilidad monetaria y señales de recuperación. El Banco Central ha insistido en que el país atraviesa un período de mayor control macroeconómico que, en teoría, debería traducirse en alivio para los hogares costarricenses.

Sin embargo, Costa Rica vive hoy una paradoja difícil de ignorar. Basta con hablar con la gente o revisar la factura del supermercado para notar una desconexión profunda entre esas cifras y la vida cotidiana. Porque, aunque algunos indicadores mejoran, hay familias para las que el dinero sigue sin alcanzar, los precios no bajan y la incertidumbre continúa marcando cada quincena. Entre números que tratan de tranquilizar y realidades que angustian, surge una pregunta muy inevitable: ¿para quién está funcionando realmente la economía costarricense?

La paradoja económica que vivimos

Costa Rica enfrenta una paradoja cada vez más evidente: estabilidad macroeconómica sin bienestar suficiente. El crecimiento existe, pero no se siente de forma equitativa.

La inflación general puede desacelerarse, pero la canasta básica, el transporte y los servicios esenciales siguen representando una carga desproporcionada para los hogares de menores y medianos ingresos. Datos del INEC muestran que el costo de la canasta básica alimentaria continúa siendo una presión constante para amplios sectores de la población, especialmente cuando se compara con la evolución de los salarios reales. Tener empleo ya no garantiza vivir con tranquilidad.

Cuando los indicadores no alcanzan

Desde casa presidencial nos muestran una economía tradicional que mide promedios, proyecciones y expectativas del mercado, pero rara vez toman en cuenta la angustia de una familia que ajusta su alimentación o el estrés de una persona que vive a un paso del endeudamiento.

El Programa Estado de la Nación ha advertido reiteradamente que el crecimiento económico no se ha traducido de forma proporcional en reducción de desigualdad ni en mejoras sostenidas en la calidad de vida. Esta brecha entre cifras macro y realidad social no es un detalle técnico: es un problema estructural.

Cuando los indicadores no reflejan el bienestar real, dejan de cumplir su función democrática. Una economía que no se siente justa termina perdiendo legitimidad.

El ajuste silencioso de los hogares

Mientras se celebran cifras positivas, muchas personas realizan un ajuste silencioso. No siempre comen menos, pero comen peor. Postergan consultas médicas. Reducen gastos esenciales. Se endeudan para cubrir necesidades básicas. Viven con la sensación constante de que cualquier imprevisto puede desestabilizarlo todo. Este ajuste no aparece en las conferencias de los miércoles ni en los gráficos económicos del MEIC, pero sí aparece en la salud mental, en el agotamiento social y en la creciente desconfianza hacia las instituciones.

El rol del Estado en una economía democrática

Desde una perspectiva socialdemócrata, esta realidad obliga a replantear prioridades. El mercado es una herramienta poderosa, pero no es neutral ni corrige por sí solo las desigualdades que genera. Por eso el Estado no debe limitarse a celebrar la estabilidad macroeconómica, sino garantizar que esa estabilidad se traduzca en bienestar tangible.

Eso implica proteger el salario real, vigilar los precios de bienes esenciales, fortalecer los servicios públicos y diseñar políticas que coloquen a las personas trabajadoras en el centro de la estrategia económica.

No se trata de ideología extrema, sino de justicia básica. En una democracia, la economía debe servir a la mayoría, no solo a los indicadores con fines políticos.

Hacia una economía con rostro humano

Una economía verdaderamente exitosa no es la que tranquiliza únicamente a los mercados financieros, sino la que permite que las personas vivan con dignidad. No es la que presume estabilidad, sino la que reduce la ansiedad cotidiana de llegar a fin de mes.

Hablar de una economía con rostro humano es reconocer que los números importan, pero no son un fin en sí mismos. Son herramientas que deben estar subordinadas a su propósito fundamental: garantizar condiciones de vida dignas, equidad social y oportunidades reales.

Tal vez, cuando la política económica vuelva a mirar a la gente - y no solo a los gráficos -, los indicadores y la realidad cotidiana dejen de contradecirse.

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