Cuando pensamos en niñeces y adolescencias solemos imaginar a niños, niñas y adolescentes jugando en el parque, en las escuelas y/o en las plazas; incluso pensamos en hijos e hijas, sobrinas-sobrinos y niñeces y adolescencias que integran nuestros núcleos familiares y comunitarios. Asociamos estas etapas con “inmadurez emocional”, “juego”, “desobediencia”, “inocencia” y otros estereotipos arraigados. Pero ¿qué sucede con aquellas infancias “atípicas”, o con quienes viven esta etapa de forma distinta a la que solemos idealizar? ¿Qué ocurre con las niñeces y adolescencias envueltas en espectáculos, expuestas al ojo público desde edades tempranas, convertidas en víctimas de la fama y la riqueza, y obligadas a vivir ante cámaras que les alejan del disfrute propio de su ciclo vital, todo mientras se les mira desde un enfoque occidental y adulto-centrista que pasa por alto el respeto a sus derechos y a su protección?
Ante esto, surge la pregunta: ¿la fama y la riqueza funcionan como una exclusión a las reglas? Cada día vemos niñas, niños y adolescentes en series de televisión, películas, redes sociales o espacios deportivos. Muchas niñeces y adolescencias aspiran a ser “influencers”, “youtubers”, “creadores de contenido”, “famosos”, “futbolistas” y otras figuras que implican una enorme exposición pública, sin comprender plenamente las consecuencias. Estas figuras producen ideales de éxito y modelos de aspiración, que raramente muestran las “cláusulas” en letra pequeña que acompañan esas vidas.
El género juega un papel fundamental en esta dinámica. Las niñas y adolescentes en la industria del entretenimiento, especialmente en Hollywood, enfrentan procesos de objetivización, cosificación e hipersexualización. Un ejemplo claro es el caso de Millie Bobby Brown, protagonista de Stranger Things, quien debutó en la serie con apenas doce años. Su exposición desde tan temprana edad la colocó en un lugar en el que se le exigían comportamientos, apariencias y expectativas propias de una persona adulta, ignorando su condición de niña. La forma en que se comentaba sobre su imagen, su cuerpo o su manera de vestirse mostró cómo una menor de edad era tratada como si fuera adulta, reforzando dinámicas que contribuyen a la hipersexualización de las niñas dentro de estos espacios.
Uno de los momentos más polémicos fue su relación de “amistad” con el cantante Drake, entonces de treinta y un años, mientras ella tenía catorce. Esto generó cuestionamientos legítimos: ¿qué podrían tener en común? ¿Qué justifica conversaciones diarias entre un adulto y una adolescente? Aunque ambas figuras insistieron en que se trataba de una amistad, la realidad es que las relaciones impropias, según Alfaro y Bonilla (2025), corresponden a vínculos sexoafectivos y/o románticos entre una persona adulta y una menor, sin importar los rangos legales. Estas relaciones nunca deben normalizarse porque implican dinámicas de poder desiguales que generan vulnerabilidad y violencia estructural.
En Costa Rica, en 2017 entró en vigor la Ley 9406, conocida como Ley de Relaciones Impropias, destinada a proteger a niñas y adolescentes mujeres frente a la violencia de género vinculada a relaciones abusivas. Sin embargo, delitos como el grooming continúan aumentando. UNICEF (2021) define esta práctica como la conducta de una persona adulta que establece lazos con una persona menor por internet con fines sexuales. Según datos del Observatorio de Violencia de Género del Poder Judicial, en 2024 se reportaron 11,759 mujeres menores de edad como víctimas de delitos sexuales y 5795 ofensores hombres imputados. Estas cifras revelan la magnitud de la violencia que enfrentan niñas y adolescentes en el país.
Volviendo al caso de Brown, una niña de doce años entrando a un espacio altamente influenciado por figuras adultas y siendo frecuentada por un hombre mayor genera interrogantes necesarias. Alfaro y Bonilla (2025) subrayan la importancia de analizar los procesos previos de conquista, manipulación y vinculación emocional que los adultos establecen con menores, dinámicas que a menudo pasan desapercibidas, pero deben considerarse parte de las relaciones impropias.
Aunque la mayoría de estos delitos afectan principalmente a niñas y adolescentes, los niños también son víctimas. En 2024, 1712 niños fueron víctimas de delitos sexuales y 556 mujeres fueron señaladas como ofensoras. Sin embargo, estos casos reciben menos atención debido a estereotipos de género, mitos sobre masculinidad y narrativas que normalizan la idea de que los varones “no pueden” ser víctimas o que una “relación” con una mujer adulta es algo “admirable”.
Ahora bien, aunque estos casos suelen ser criticados cuando involucran a hombres adultos, ¿qué sucede en espacios donde predominan masculinidades hegemónicas, como el fútbol? En este contexto, el fútbol -a diferencia de otros campos sociales- parece operar bajo dinámicas que se alejan de las reglas sociales e incluso de la legislación, reforzando la impunidad y los imaginarios de masculinidad hegemónica. Esto se evidencia en el caso de Lamine Yamal, joven futbolista europeo, en torno al cual circularon especulaciones sobre interacciones con una mujer adulta cuando él era todavía adolescente. Más allá de la veracidad de estas noticias, lo preocupante son las reacciones sociales: muchos comentarios celebraban, aplaudían y/o romantizaban la situación, posicionando a Yammal como un “héroe” y justificando posibles vínculos impropios. Estas narrativas reproducen mandatos de masculinidad que invisibilizan la violencia, legitiman conductas abusivas y dificultan reconocer a los varones menores de edad como sujetos de derechos.
Así, la fama y la riqueza funcionan como mecanismos que distorsionan o relativizan la protección jurídica que debería resguardar a las niñeces y adolescencias. La exposición mediática, la presión social, los estereotipos de género y la romantización del éxito facilitan que estas violencias pasen desapercibidas. Peor aún, contribuyen a que los niños violentados sexualmente por mujeres adultas permanezcan invisibilizados bajo discursos celebratorios que perpetúan la desigualdad y la impunidad. La problemática continúa creciendo en un sistema que sigue priorizando el espectáculo por encima de la integridad de las niñeces y adolescencias.
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