Con profundo dolor escribo estas palabras, como un grito de ayuda que nace desde un lugar de hiperresponsabilidad y compromiso ético. Hablo desde mi experiencia como enfermera del Hospital Nacional de Niños, pero también desde una realidad que muchas colegas comparten en silencio y que ya no puede seguir normalizándose.

Hoy resulta profundamente insostenible tener a cargo un salón con 33 niños y niñas hospitalizados, muchos de ellos con condiciones complejas, dispositivos de alto cuidado y necesidades que requieren vigilancia constante. Quienes llegamos cada día a trabajar lo hacemos con vocación, con un compromiso genuino por cuidar y proteger la vida. Sin embargo, la sobrecarga laboral, el agotamiento emocional, el burnout y la fatiga por compasión se van apoderando de nosotros en un sistema que necesita con urgencia una reestructuración, pero que, una y otra vez, parece hacer oídos sordos a estas alertas.

Comprendo las presiones institucionales. Comprendo a los altos mandos cuando, ante la saturación de los servicios de emergencias, se solicita internar a más menores en estado crítico, incluso cuando los pasillos ya están colapsados. Sé que esas decisiones también buscan salvar vidas. No obstante, cuando una auxiliar de enfermería debe hacerse cargo de hasta 15 pacientes con dispositivos de alto riesgo, además de todos los cuidados básicos y especializados que requieren, la realidad es clara:

  1. No es humanamente posible cumplir todo “al pie de la letra”.
  2. Se incrementa peligrosamente el riesgo de errores.
  3. Quizá lo más importante: no somos máquinas.

Un error en este contexto no es una estadística; puede significar la pérdida de una vida humana. Aun así, el sistema continúa fiscalizando y exigiendo resultados como si se trabajara en condiciones óptimas, trasladando la responsabilidad al personal que ya se encuentra exhausto.

La evidencia científica respalda lo que vivimos a diario. Estudios realizados en unidades de cuidados críticos y emergencias muestran que más del 20% de las enfermeras presentan altos niveles de burnout y más del 30% estrés traumático secundario, ambos componentes de la llamada fatiga por compasión, fenómeno directamente relacionado con la sobrecarga laboral y la exposición constante al sufrimiento y la muerte¹. Esta afectación no solo deteriora la salud mental del personal, sino que también se asocia con el deseo de abandonar la unidad o incluso la profesión¹. Ignorar esto no es solo una injusticia laboral, es un riesgo para la calidad y la seguridad del cuidado.

Esta exposición emocional constante, marcada por la frustración de no poder brindar el cuidado humano que sabemos que nuestros pacientes merecen, termina desgastando incluso a los profesionales más comprometidos. Lo digo desde una posición de privilegio: yo elegí estar donde estoy y agradezco profundamente al Hospital Nacional de Niños como una casa de enseñanza invaluable. Precisamente por eso duele tanto no poder ejercer esa enfermería humanizada que aprendimos en los libros y en las grandes teorías del cuidado. Y sé que no estoy sola en este sentir; lo he conversado con colegas que comparten la misma frustración silenciosa.

Es cierto que, al iniciar esta carrera, se nos habla del sacrificio. Pero al preguntarnos con honestidad: ¿vale la pena que ese sacrificio termine extinguiendo la pasión, no por la naturaleza del cuidado, sino por fallas estructurales evitables? Creo firmemente en la enfermería y en el profesional comprometido, pero presenciar de primera mano el deterioro de la salud mental de quienes sostienen lo insostenible resulta profundamente agobiante.

Cuidar no debería implicar enfermarnos. Defender condiciones laborales dignas no es un acto de rebeldía, es un acto de responsabilidad ética con nuestros pacientes, con la profesión y con nosotros mismos.

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