Escribo esto desde una banca de la Catedral Metropolitana de San José. Veo los carros pasar, los deambulantes cruzar la plaza con ese paso que no es prisa ni pausa, sino algo más parecido al cansancio. La ciudad respira, es decir, inhala y exhala, y eso basta para certificar que está viva.

Pero en el sentido moral, no estoy tan seguro.

Pienso inevitablemente en Conversación en La Catedral, en ese inicio que huele a país desorientado, a un pueblo que dejó de reconocerse a sí mismo. “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Esa es la pregunta que Vargas Llosa se hacía por medio de su ficción. Desde esta Catedral, mirando un San José que ya no sé si late o simplemente funciona, me pregunto si no hemos empezado a extraviarnos de la misma forma silenciosa. En mi mente se forma un paralelismo incómodo, porque es real.

Hubo un tiempo en que la ciudad se atrevió a iluminarse antes que muchas capitales del mundo. Qué irónico que, casi doscientos años después, aquella lobreguez relegada por nuestros antepasados se nos herede de manera metafórica. Se nota en las fachadas grises, en el miedo colectivo que genera el crimen, en el ánimo apagado de la gente.

San José, epicentro de la juventud capitalina en sus sodas, arrastraba a los jóvenes hacia las grandes preguntas del tiempo. En el 66, por ejemplo, elegir significaba realmente tomar postura: la visión estatista de Oduber o el liberalismo novedoso de Trejos, en lo que, hasta el día de hoy, fueron quizás las elecciones más filosóficamente cargadas de la Segunda República.

Ese país existió.

Pero algo se quebró. El inicio del siglo trajo un estilo nuevo: más chabacano, más superficial, más entregado al ruido que a la razón. Ataques al cuerpo, no al argumento. Frases vacías. Un circo donde gana quien más escándalo produce. Y nosotros, voluntariamente, hemos sido rehenes de ese deterioro.

Cuando tanto el individuo como el colectivo pierden su coherencia ideológica, se pierde el rumbo y se pierde la consecuencia.

Hace unas noches, después de visitar a un amigo en La Sabana, volví al carro con la tranquilidad automática de quien repite un gesto cotidiano. Y ahí estaba: ventana violentada, lo de adentro robado, la confirmación silenciosa de que ya nada es predecible. No fue metáfora; fue realidad. Una de esas pequeñas renuncias que vamos aceptando sin darnos cuenta, como si fuesen el precio inevitable de la modernidad y no el síntoma de un país que se descose.

Regreso a la Catedral y vuelvo a la misma pregunta que llevaba días rondándome:

  • ¿En qué momento perdimos esa paz serena que creíamos un derecho natural?
  • ¿En qué momento dejamos que los valores que sostenían nuestra vida cívica se volvieran decorado?

No tengo una respuesta exacta, quizá nadie la tenga, pero sospecho que la caída empezó mucho antes del crimen, mucho antes de mi carro violentado. Empezó cuando dejamos de creer en algo. Cuando abandonamos las ideas grandes, las discusiones serias, las convicciones que daban forma al país. La seguridad es solo el síntoma; la pérdida ideológica fue la primera grieta.

Costa Rica no cayó de golpe.

Se fue desvaneciendo, como se desvanecen las ciudades que dejan de soñar y empiezan solo a sobrevivir.

Y ahora la pregunta final, la que espero no tengamos que contestar cuando ya sea tarde: lo que se perdió… ¿quién lo va a reclamar?

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