En las aulas de la Universidad de Costa Rica solemos repetir, con orgullo casi litúrgico, que nuestra misión es la docencia, la investigación y la acción social. Pero, en los pasillos más sinceros - donde se habla bajito, pero se factura alto- pareciera que ha nacido una cuarta misión silenciosa competir en el mercado con un entusiasmo que ya quisieran muchas cámaras empresariales, no se extrañen si el CICAP pide su afiliación a UCCAEP.

Como profesional formado en derecho público, llevando como bandera la lucha contra las inmunidades del poder enseñada por el maestro Garcia de Enterría, me resulta fascinante -en el sentido antropológico del término- ver cómo algunas unidades universitarias han logrado crear una economía híbrida única en el país: venden como empresa, compiten como monopolio, excluyen como gobierno autoritario… todo esto con lenguaje académico pulido y citas bibliográficas en formato APA.

El Reglamento para la Vinculación Remunerada con el Sector Externo de la UCR, en su artículo 11, es claro, generar recursos por medio de acuerdos con el sector externo es perfectamente legítimo. Hasta aquí, nada nuevo: toda universidad seria necesita financiamiento. El problema no es la norma. El problema es la imaginación creativa con que algunos la interpretan.

Una imaginación “tan fértil” que convierte la Ley 7169: Ley de Promoción del Desarrollo Científico y Tecnológico, en una especie de patente de corso, para emprender aventuras comerciales a la medida. A fin de cuentas, ¿quién dijo que la innovación no podía empezar por reinventar el capitalismo… desde el sector público?

Lo curioso -o mejor dicho tragicómico- es que el propio artículo 3 del Reglamento citado es clarísimo: el vínculo remunerado no debe distraer a las unidades de su quehacer sustantivo. Pero algo se descarriló en el camino. Ahora, algunas unidades se preocupan tanto por “no perder mercado” que hasta han empezado a identificar como “competencia” a académicos que ejercen libremente su profesión de manera privada. ¿Competencia? En serio. Como si uno llegara a la universidad a las actividades académicas a sacarles clientela, cual pulpería en guerra con el supermercado chino de la esquina.

La cosa avanzó tanto que ya existen mecanismos informales de exclusión: “actividades académicas gratuitas” a las que no se puede entrar por el extraño delito de saber sobre el tema y además ejercerlo profesionalmente. Porque la prioridad no es aprender, discutir o formar criterio y crecer para fortalecer el sector público y productivo del país, sino evitar que alguien les “robe mercado”. La libertad de cátedra y el pluralismo pasan a segundo plano cuando hay una tabla Excel que llenar con signos de dólar.

Mi caso personal lo ilustra: una charla del CICAP, anunciada con fanfarrias académicas, terminó siendo más parecida a una venta panfletaria para posicionar un servicio que un espacio de discusión universitaria. Y, aun así, se me informó que no podía participar porque soy socio de una empresa que podría “competir” con el Centro.

Lo interesante -y por interesante quiero decir profundamente irónico- es que la actividad distaba mucho de ser un espacio académico. Era un catálogo de venta disfrazado de docencia. Eso sí, muy bien presentado. Un capitalismo estético, risueño, higiénico y con logo institucional.

Pero volvamos a lo esencial: si la universidad quiere vender servicios, adelante. Que lo haga bien, que lo haga con transparencia y que lo haga con fines de extensión y vinculación con el sector externo. Pero lo mínimo esperable es que no conviertan la lógica del mercado en un filtro para seleccionar quién puede o no entrar a una “actividad académica pública y gratuita”. Y, sobre todo, que no expulse bajo sospecha de “competencia” a quienes representan la pluralidad que la universidad dice promover.

La Sala Constitucional ya nos recordó hace más de dos décadas que las instituciones públicas deben ser “casas de cristal”. Sin embargo, algunos parecen haber entendido el mensaje al revés: casas de cristal, pero solo para ver hacia afuera, mientras adentro se impulsa un nada discreto “emprendimiento universitario” que no se debe cuestionar demasiado.

Lo paradójico es que este celo competitivo no se aplica a todos. Al parecer el verdadero requisito era no incomodar el modelo de negocio.

La reflexión, entonces, es inevitable: ¿Estamos construyendo una universidad pública comprometida con el conocimiento, o una empresa cuya misión es maximizar ingresos bajo el manto del prestigio académico que se mancha con estas acciones?

La respuesta no es jurídica. Es ética. Y, francamente, urgente.

Si permitimos que la lógica del mercado defina quién participa, quién habla y quién cabe en los espacios universitarios, habremos perdido algo mucho más valioso que un cupo en una charla, habremos perdido la idea misma de universidad:

Libre es, pues, la Universidad de Costa Rica; abierta a todas las tendencias; receptiva de todas las inquietudes filosóficas, científicas o sociales; respetuosa de todas las ideas. Y no aceptará nunca más calificativo que ese: el de libre".

Perdón don Rodrigo Facio.

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