Hay personajes que la historia registra con tinta indeleble, y otros que apenas merecen un apunte al margen, escrito con lápiz prestado. Leslye Bojorges pertenece, sin duda, a esta segunda categoría. No por discreto, sino por prescindible. No por silencioso, sino por ruidosamente irrelevante.

Su defensa del presidente Rodrigo Chaves frente al levantamiento de la inmunidad no fue un acto de convicción jurídica, ni siquiera de lealtad política en el sentido clásico. Fue algo más modesto y, por ello, más revelador: el reflejo automático del tonto útil, esa figura entrañable del teatro del poder que confunde cálculo con astucia y servilismo con estrategia.

En el parlamentarismo serio, la inmunidad es una garantía institucional; en la versión Bojorges, es un paraguas electoral. No se levanta, no porque la Constitución lo impida o el derecho lo aconseje, sino porque —según su peculiar metafísica— podría “victimizar” al presidente. Es decir, el Derecho convertido en su propia apreciación diminuta, pintoresca, mediocre y sentimental de la responsabilidad.

Este razonamiento, expuesto con la solemnidad de quien cree haber descubierto el fuego, tiene algo de comedia inglesa mal entendida: el bufón de nuestra historia cree que es el guionista, cuando apenas es parte del decorado.

Porque Bojorges no defiende al poder: apenas si puede alimentarse de él por sonda. Como esos peces pequeños que sobreviven a fuerza de seguir al tiburón, esperando que algo caiga de la carnicería mayor. No importa qué. Un gesto, una mención, una palmada en la espalda del presidente. Migajas suficientes para quien ha hecho de la pusilanimidad una forma de vida política.

Lo verdaderamente humorístico del asunto —en su versión más ácida— es la ironía de que quien se presenta como defensor del orden institucional aparezca, una y otra vez, orbitando investigaciones, sospechas, llamadas incómodas y explicaciones tardías. Siempre “aclarando”, siempre “confundido”, siempre a medio camino entre la negación y el victimismo. El corrupto ruidoso de turno, que no necesita una condena judicial para exhibir una bancarrota moral evidente.

Bojorges no es un villano shakesperiano; para eso haría falta ambición y talento. Es, más bien, un personaje secundario de una farsa política, alguien que se arrastra con disciplina ejemplar ante el poder que lo tolera, no porque lo respete, sino porque lo necesita dócil. El pusilánime perfecto: habla cuando se lo permiten, defiende cuando se lo ordenan, duda cuando conviene.

Hay en su figura algo profundamente triste, casi patético: la ausencia total de curiosidad intelectual. Nada indica que Bojorges haya leído la Constitución con el mismo empeño con el que repite consignas. No hay en su discurso la menor inquietud por el conflicto entre poder y responsabilidad, entre inmunidad y rendición de cuentas. Solo hay una pregunta tácita, siempre la misma: ¿qué gano yo si me callo?, ¿qué gano yo si obedezco?

Y así, con la perseverancia del mediocre aplicado, Bojorges ha logrado su lugar en la escena: no como estadista, no como legislador, sino como síntoma. Síntoma de una política que tolera al bufón ignorante mientras aplauda en el momento justo; de un poder que se rodea de figuras menores, falsos actores de reparto.

Al final, cuando se apaguen los focos y el poder busque nuevos sirvientes, Bojorges quedará donde siempre estuvo: al margen, esperando la próxima migaja, convencido de que arrodillarse es una forma de estrategia y no la confesión más clara de su propia pequeñez.

La historia, que suele ser cruel pero justa, no lo recordará por lo que defendió, sino por lo poco que fue. Y eso, en política, es la condena más severa.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.