El Patronato Nacional de la Infancia (PANI) publicó recientemente datos que, a primera vista, parecen positivos: en 2024, el 88% de las personas menores de edad bajo protección se encontraban en acogimiento familiar, un 9,5% en organizaciones residenciales y solo 2,5% en albergues. A primera impresión podríamos sentir alivio: pareciera que Costa Rica avanza hacia un modelo más familiar y menos institucional. Sin embargo, estos números no narran la historia completa.
Quienes trabajamos y damos seguimiento a los procesos de protección sabemos que, en la práctica, encontrar un cupo disponible en albergues u organizaciones no gubernamentales puede ser complejo, a pesar de que la cifra porcentual parezca baja. Las unidades de atención suelen operar al límite de su capacidad y las organizaciones no gubernamentales, aunque con distintos modelos y recursos, también representan institucionalización, pues la vida cotidiana continúa siendo grupal y rotativa, con cuidadores que trabajan por turnos. Cambian los nombres, pero la dinámica sigue siendo la de una institución, no la de un hogar.
Aquí está el primer punto que debe discutirse públicamente: la categoría de “acogimiento familiar” utilizada en las estadísticas del PANI está compuesta en su mayoría por familias extensas (abuelos, tíos u otros parientes). Esta medida es valiosa y necesaria para preservar vínculos, pero no representa la modalidad de acogimiento familiar sin vínculo previo, que es la llamada a ampliar la disponibilidad real de hogares para las niñeces que no cuentan con red familiar.
Es decir, no estamos ampliando la cantidad de familias dispuestas a acoger, sino reutilizando la red familiar ya existente, la cual, en muchos casos, también enfrenta vulnerabilidades socioeconómicas, emocionales o estructurales. Y cuando las niñeces no cuentan con una red familiar disponible, la alternativa suele ser la institucionalización, mientras se resuelve su situación familiar o legal. Esto puede prolongarse por meses o incluso años, lejos de un entorno familiar que favorezca vínculos estables, contención afectiva y un desarrollo integral. En otras palabras, mientras las personas adultas resuelven procesos y expedientes, niños, niñas y adolescentes con derechos suspendidos continúan esperando.
Recordemos que institucionalización no es sinónimo exclusivo de albergue estatal. Cuando leemos que el país tiene apenas un 2,5% de menores en albergues podríamos pensar que el problema está casi resuelto. Sin embargo, las ONG y residenciales también constituyen formas de institucionalización, incluso cuando sean privadas, pequeñas o con ambientes más cálidos. Estas modalidades pueden garantizar techo, alimentación y condiciones básicas para la supervivencia, pero nunca podrán, por estructura, brindar algo tan simple y profundo como una vida en familia.
La literatura internacional ha sido consistente durante décadas: la institucionalización prolongada tiene efectos negativos en el desarrollo emocional, social y cognitivo de las niñeces. Ninguna institución, estatal o privada, por más humana que sea, puede sustituir la vida en familia.
Si queremos queremos movilizarnos haca la desinstitucionalizar, hay que reclutar familias. Costa Rica valora, al menos en el discurso, el derecho de las niñeces a vivir en familia. Contamos con una Ley de Niñez y Adolescencia robusta, con una entidad rectora como el PANI, con normativa y con un creciente interés público por proteger derechos. Aun así, existe una brecha importante entre el marco legal y la realidad: no hay suficientes familias formadas y acompañadas para acoger.
La discusión pública debe pasar del "qué bonito suena" a cómo lo hacemos posible. Costa Rica necesita construir un sistema de acogimiento familiar sin vínculo previo que sea accesible, riguroso y realmente centrado en las niñeces. Para lograrlo, el reclutamiento de familias debe ser activo y permanente, eliminando sesgos por religión, orientación sexual, estado civil, etnia o nivel socioeconómico, porque lo que importa no es el molde tradicional de familia, sino la capacidad de ofrecer afecto, estabilidad y un entorno seguro. La apertura, sin embargo, no significa improvisación: se requiere de un reclutamiento de familias riguroso y meticuloso, formación sólida con enfoque de derechos y trauma, acompañamiento profesional cercano, y una supervisión seria y transparente que garantice calidad en los cuidados.
La ruta es posible si se cuenta con un banco de familias disponibles, previamente evaluadas y capacitadas, donde el ingreso no sea un proceso engorroso, pero sí responsable y técnico. Una política pública de este tipo permitiría activar hogares sin esperar emergencias, ofrecer apoyo psicosocial y material sin caer en la caridad paternalista, y trabajar con la familia de origen cuando sea posible para evitar rupturas afectivas innecesarias. Con decisión política, recursos y una mirada libre de prejuicios, podríamos transformar la protección infantil: más hogares, menos instituciones, más vínculos reales.
Los niños, niñas y adolescentes no puede seguir esperando, cada día en una institución es un día menos de vinclulos significativos, de apego, de pertenencia. Si creemos en el interés superior de las niñeces, la protección no puede limitarse a proveer seguridad física: debe garantizar su derecho de crecer en un hogar y recibir afecto.
Los albergues cumplirán siempre un rol necesario para emergencias y protección inmediata, pero no pueden seguir siendo la estructura que sostiene la infancia vulnerable del país. Un país que se dice defensor de sus niñeces no mide su éxito por la cantidad de camas, sino por la cantidad de hogares capaces de abrazar y reivindicar los derechos de sus niñeces.
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