La Supen insiste en que permitir retiros masivos del ROP sería un riesgo para todo el sistema financiero y para la economía: presiones inflacionarias, subida de tasas de interés, inestabilidad. Algo de razón hay en el plano técnico; en países donde la capitalización individual es prácticamente la única pensión disponible —como el caso extremo de los retiros en Perú—, abrir la válvula sin límites puede vaciar los fondos y dejar a miles de personas sin ese componente de pensión futura, todo por aliviar una urgencia de corto plazo.

En sistemas mixtos con un pilar público de reparto como el IVM —caso de Costa Rica o México— el riesgo adopta otra forma: no es que desaparezca toda pensión, sino que se debilita el complemento, se distorsiona el mercado financiero interno y se incrementa la presión sobre el régimen básico, que ya viene tensionado por envejecimiento demográfico, salarios estancados y evasión patronal. Es decir: el problema es real, pero no en los términos dramáticos y simplificados con que Supen lo vende.

El punto de fondo es otro: un fondo de pensiones solo tiene sentido social si, y solo si, produce verdadera rentabilidad para las personas trabajadoras y para la sociedad que lo sostiene. Si el ROP no mejora de manera tangible la vida de quienes cotizan, si no impulsa la transformación productiva del país, su infraestructura y su capacidad de reconversión económica, entonces deja de ser seguridad social y se parece cada vez más a una expropiación silenciosa del salario, administrada en nombre de una “sostenibilidad” que nunca llega al bolsillo de la gente.

Ahí es donde el relato de Supen es tramposo.

Primera trampa: silencio sobre quién ha pagado los costos.

Décadas de altas comisiones, cobertura limitada y pensiones magras significan que el costo de sostener este modelo lo ha puesto la clase trabajadora, no el sistema financiero. Mientras tanto, los recursos del ROP se concentran en deuda pública y en instrumentos que favorecen al propio Estado y a los intermediarios financieros. En Costa Rica, una porción muy significativa de las inversiones del pilar privado se coloca ahí: el ahorro forzoso de hoy sirve para tapar huecos fiscales y lubricar mercados, pero no necesariamente para garantizar una vejez digna ni para cambiar la estructura productiva del país. Es un uso del dinero de los trabajadores donde ellos siguen siendo el último eslabón de la fila.

Segunda trampa: el Estado solo aparece para decir “no toquen nada”.

Se puede proponer algo más honesto: restringir retiros, sí, pero acompañarlos de políticas públicas donde el Estado asuma parte del costo de las crisis —como la pandemia— para que la gente no tenga que quemar su pensión futura (o su complemento) para sobrevivir hoy. Aquí, en cambio, el discurso oficial reduce el debate a un sermón moral: “si retiran el dinero, se castigan ustedes mismos”. Ni una palabra sobre salarios que no alcanzan, sobre informalidad forzada, sobre el uso de esos mismos fondos para sostener un esquema de deuda que no transforma la economía, ni la infraestructura, ni la matriz productiva.

No se trata solo de abrir o cerrar la llave.

El problema no es escoger entre “retiros masivos sin control” o “prohibición absoluta blindada con tecnicismos”. El problema es que el ROP, tal como funciona hoy, está diseñado para priorizar la estabilidad del sistema financiero por encima de la estabilidad de la vida cotidiana. Se habla de “efecto colectivo” y “responsabilidad” pensando en balances, calificaciones de riesgo y tasas de interés, casi nunca en la persona que hoy gana el mínimo, paga alquiler y ve ese 4,25 % del salario salir todos los meses hacia un fondo que siente lejano, intocable, ajeno.

Si el ROP fuera un instrumento verdaderamente social, veríamos al menos tres cosas:

  • Rentabilidad neta alta y sostenida a favor del trabajador, no diluida en comisiones y gestiones opacas.
  • Inversión estratégica en el propio país: infraestructura pública, reconversión productiva, innovación, encadenamientos que generen empleo de calidad y mejores salarios, no solo compra de deuda para mantener a flote un modelo fiscal agotado.
  • Gobernanza con representación real de los aportantes, con capacidad de decisión sobre hacia dónde va su dinero y bajo qué condiciones, no solo información unidireccional desde la Superintendencia.

Mientras nada de eso exista, la defensa cerrada del ROP suena más a protección de un negocio que ha cuidado de la seguridad social.

Por eso, cuando Supen pide “decisiones responsables”, la pregunta que habría que devolverle es simple y dura: ¿responsables con quién? ¿con la estabilidad de los libros contables del sistema financiero o con la vida concreta de quienes ven cómo una parte de su salario se convierte en un ahorro al que no pueden acceder y que, además, no transforma el país en el que les tocará envejecer?

Solo cuando el ROP deje de ser un canal de extracción y se convierta en un verdadero motor de bienestar —personal y colectivo— podrá hablarse, sin ironías, de “pilar” del sistema de pensiones y no de un impuesto encubierto al trabajo.

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