Sin pretender hacer una revisión exhaustiva del asunto, uno podría decir que las sociedades han estado en una constante evolución relacionada con las posibilidades de extender una vida de bienestar y salud. Políticas de uno u otro tipo que, en el fondo, persiguen un mismo fin: que la gente viva más, que viva más sana y, de alguna forma, más feliz por el mayor tiempo posible. La muerte, como se ha dicho hasta el hartazgo, es una parte fundamental de la vida; no un pasaje, no una aventura como lo decía Borges, sino una parte más, un ciclo con un desenlace natural. Sin embargo, en esa búsqueda por prolongar la existencia, la muerte anticipada aparece como una fractura que desordena; un recordatorio de que, por más que la ciencia avance y el cuerpo resista, seguimos expuestos al azar de la naturaleza, que ninguna tecnología ha logrado domesticar del todo.
Plantear el tema, en el fondo, no posee una complejidad especial. No obstante, por una u otra razón, el hecho de morir joven arrastra un peso simbólico importante: una suerte de significados que generalmente conducen al terreno de lo ideal, como si la muerte anticipada detuviera todo justo antes del desencanto natural de la vejez, antes de afrontar la idea y de entender, finalmente, sus implicaciones prácticas para la vida. Preserva al individuo en una imagen inmóvil, en un congelamiento imaginado, fuera del deterioro y la rutina. Pero, en el fondo, morir joven no tiene más secreto que morir; interrumpe, sí, el relato antes de que sepamos cómo terminaba. Y en eso radica su sentido estético, su belleza.
La vida humana, en sí misma, tiene un componente ficticio, reconstruido, imaginado. Las realidades nunca bastan: necesitamos inventar otros desenlaces, otros relatos donde lo imposible adquiera sentido. Por eso, con algo de infamia, nos dimos a la tarea de crear mitos como el Club de los 27, ese pasadizo de muertos jóvenes que la cultura pop convirtió en héroes, como si la interrupción temprana de la vida fuera una forma de perfección.
En el fondo, esto sugiere que ineludiblemente seguimos obsesionados con la inmortalidad: unos la buscan en el recuerdo, otros, como Trump o Bezos, en la biotecnología y la promesa de la eternidad. Pero detrás de ambos anhelos persiste la misma negación: la incapacidad de aceptar que la vida, precisamente porque termina, es lo único que puede tener sentido. Quizás por eso seguimos fantaseando con la juventud como un refugio contra el tiempo, cuando en realidad envejecer también es una forma de permanencia, una manera más lenta y digna quizás de acercarse a lo inevitable.
La juventud eterna, el cuerpo sin deterioro, la promesa de los laboratorios: todas son versiones retocadas del mismo mito. Sin embargo, nada se desvanece más rápido que esa ficción. Tal vez el verdadero acto de resistencia no sea extender el tiempo, sino aprender a habitarlo. Quizás todo consista en aceptar el final del juego como parte del sentido.
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