En el París de Victor Hugo, la barricada era de piedra y pólvora; hoy, nuestras barricadas son de algoritmos y mentiras envueltas en luz azul. “Les Misérables” —esa ópera del alma humana que Claude-Michel Schönberg transformó en canto y tragedia— parece más vigente que nunca, aunque ya no la canten Gavroche ni Fantine, sino los ecos descompuestos de una sociedad que se debate entre la ilusión digital y la pérdida del sentido.
Vivimos una época donde la miseria no es solo material, sino existencial. No falta pan, pero escasea el propósito. Se respira libertad, pero se piensa en rebaño. La revolución de hoy no se libra en las calles, sino en las pantallas; y el enemigo no lleva uniforme, sino que se disfraza de “influencer”, de “líder”, o de “verdad compartida”. Jean Valjean buscaba redención; nosotros buscamos Wi-Fi.
La confusión se ha convertido en el nuevo opio. Ya no distinguimos entre lo real y lo fabricado, entre la razón y el discurso enardecido. Cada quien levanta su propia barricada emocional, defendiendo su verdad con la misma vehemencia con que antes se defendía la justicia. Los Javert modernos no son policías, sino censores disfrazados de moralistas, patrullando el pensamiento ajeno en nombre de una pureza ideológica que solo sirve para encubrir su propio vacío.
El sistema republicano, ese viejo pacto de ciudadanos que soñaban con libertad e igualdad, tambalea ante la maquinaria de la manipulación. Las palabras han perdido peso, y los discursos —como los uniformes del ejército napoleónico— han quedado cubiertos de retórica hueca. El pueblo no pide pan ni trabajo; pide que alguien le diga qué pensar. Y mientras tanto, los verdaderos miserables son aquellos que aún creen en el poder de la reflexión.
Pero entre tanta confusión, aún hay una llama: la duda. Esa duda que no paraliza, sino que purifica. La duda que no destruye la fe, sino que la obliga a justificarse. Quizás esa sea la revolución silenciosa de nuestro tiempo: no la de las masas que gritan, sino la de los pocos que aún piensan.
Porque al final, como en la melodía final de “Les Misérables”, la esperanza se alza entre la miseria. Es un canto desgarrado, pero luminoso. Puede que la humanidad esté perdida entre sus pantallas, pero aún hay quien levanta la mirada. Y aunque el mundo parezca ahogarse en su propia neblina moral, siempre habrá un Jean Valjean dispuesto a redimirse… y a recordarnos que la fe, incluso dudosa, sigue siendo el último refugio frente a la irracionalidad de nuestros actos.
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