Hay momentos en la historia de una nación en los que la realidad se detiene no para descansar, sino para mirarse en el espejo de su propia profundidad. Costa Rica vive hoy uno de esos instantes. En medio del ruido, la prisa y la incertidumbre global, percibimos —quienes pertenecemos a la generación joven— que el país atraviesa una pausa silenciosa, un punto de inflexión donde las certezas se deshacen y las preguntas adquieren un nuevo peso moral. Y en ese proceso, la juventud emerge no como espectadora, sino como conciencia viva de una sociedad que intenta descifrarse.
Nosotras y nosotros, las personas jóvenes, no solo transitamos este tiempo: lo encarnamos. En nuestro día a día conviven la abundancia de información y la escasez de sentido; la hiperconexión y la soledad emocional; la multiplicidad de oportunidades y la crudeza de sus límites reales. Sin embargo, lejos de replegarnos ante esta complejidad, hemos aprendido a mirarla con lucidez. Nuestra mirada no se agota en lo político o lo social: es una mirada existencial que intenta comprender de qué está hecho este presente que habitamos y hacia dónde podría dirigirse un país que se atreva, finalmente, a pensarse con honestidad.
El Estado, como construcción histórica y como horizonte moral, enfrenta el desafío de interpretar esta nueva sensibilidad. Porque lo que las juventudes señalamos no es un listado de carencias: es, en realidad, un diagnóstico sobre la profundidad del alma colectiva costarricense.
La crisis educativa es ejemplo de ello. Ya no hablamos solo de infraestructura o rendimiento; hablamos de sentido. Quienes estudiamos en colegios y universidades públicas vemos cómo se diluye el horizonte común que por décadas articuló la identidad nacional. ¿Cómo aprender en un país que reduce su presupuesto educativo mientras pretende formar a jóvenes que viven en una sociedad hipercompleja? ¿Cómo sostener un proyecto pedagógico cuando la administración sustituye la reflexión filosófica por reformas fragmentadas?
En salud mental, la fractura es igualmente profunda. Quienes pertenecemos a las nuevas generaciones habitamos simultáneamente lo íntimo y lo expuesto, lo local y lo global. Sentimos el peso emocional de una época que acelera más rápido de lo que permite respirar. Pero mientras para nosotros esta crisis es estructural —un síntoma del tiempo que vivimos— el Estado la sigue considerando un apéndice de la política pública, casi un asunto sin importancia.
El futuro económico tampoco es simplemente una proyección; es un territorio incierto que redefine la manera en que imaginamos nuestras vidas. Ya no se presenta como una línea ascendente, sino como un mapa cambiante que exige habilidades nuevas, estabilidad emocional y un sentido de propósito que las instituciones aún no han logrado ofrecer.
Frente a este escenario, la juventud costarricense hemos cultivado una virtud que me parece extraordinaria: la capacidad de reflexionar sobre nuestra propia época sin renunciar a transformarla. No nos limitamos a describir la complejidad: la interrogamos, la cuestionamos, la resignificamos. Estudiamos, debatimos, investigamos y participamos porque intuimos algo fundamental: que un país no puede sostenerse únicamente sobre estructuras, sino sobre un tejido invisible de significados compartidos.
Nuestra crítica, que a veces se interpreta como impaciencia, es en realidad responsabilidad. Cuando señalamos la lentitud del Estado, no lo hacemos exigiendo eficiencia técnica, sino coherencia histórica. Pedimos que las instituciones se atrevan a actualizar su comprensión del presente y no intenten gobernar hoy con categorías de ayer.
Mientras la institucionalidad procura estabilidad, la juventud busca significado. Mientras el Estado protege el orden, nosotros interrogamos el propósito de ese orden. Esa tensión no es una amenaza: es la apertura hacia una transformación ética.
Porque una sociedad verdaderamente madura no exige silencio a su juventud: aprende de ella. Y lo hace porque comprende que en nuestra inquietud hay verdad; en nuestra impaciencia, conciencia; y en nuestra crítica, un llamado ineludible a renovar la ética colectiva.
La juventud costarricense no somos una audiencia a la espera de instrucciones. Somos un sujeto moral que interpreta, cuestiona y reconstruye. Somos, en este momento histórico, la conciencia viva de un país que aún está intentando comprenderse a sí mismo.
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