Las recientes manifestaciones del sector agropecuario pusieron en evidencia algo más que el descontento con las políticas del Gobierno: revelaron también el clasismo con que ciertos sectores de la sociedad costarricense miran al agro. Bastó que circularan imágenes de personas manifestándose en camionetas Hilux o Prados para que las redes sociales se llenaran de comentarios sarcásticos sobre “los pobres del agro” que “marchan en carros de lujo”.

Este tipo de juicios refleja una visión limitada y estereotipada del mundo rural, alimentada durante décadas por el cine, la televisión y la publicidad. En el imaginario colectivo todavía predomina la figura del campesino o la campesina de sombrero de paja, machete y ropa gastada. Una imagen romántica y humilde, muchas veces utilizada como símbolo del “pueblo trabajador”, pero rara vez como la de una persona empresaria, profesional o técnica que toma decisiones, invierte y produce con conocimiento.

Sin embargo, la realidad rural de hoy es mucho más diversa. Existen mujeres y hombres productores que dirigen empresas familiares, que invierten en maquinaria moderna, que exportan y que requieren vehículos resistentes, no como símbolo de estatus, sino como herramientas de trabajo. En muchas zonas montañosas o de difícil acceso, un 4x4 no es un lujo: es una necesidad. Pero parece que ciertos sectores no están listos para aceptar que el agro también puede tener éxito, progresar y manejar buenos vehículos sin perder legitimidad.

Esa incomodidad ante la prosperidad rural evidencia un clasismo silencioso: uno que dicta quién puede tener qué, y bajo qué condiciones se considera “merecido”. El discurso social celebra al agro cuando encarna la pobreza digna, pero lo condena cuando sale de ese molde. En otras palabras, se acepta la imagen del agricultor o la agricultora humilde, pero no la de quienes reclaman, se organizan o prosperan.

La reacción ante las manifestaciones agrícolas no solo reveló desinformación, sino también una jerarquía cultural que sigue midiendo el valor de las personas según sus apariencias y no por su aporte real. Nos cuesta entender que el campo no es solo una visión errónea del pasado, sino un espacio vivo que evoluciona, que incorpora tecnología, conocimiento y nuevas generaciones comprometidas con una producción más moderna.

Quizás el reto no está en defender o atacar al agro, sino en revisar nuestros propios prejuicios. En preguntarnos por qué incomoda que una persona productora tenga un buen vehículo, pero no genera debate que un empresario urbano tenga tres. Porque, en el fondo, lo que molesta no es el vehículo, sino la ruptura de un orden simbólico que algunos aún consideran natural: el del campo abajo y la ciudad arriba.

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