No estamos frente a una disputa jurídica, ni ante un diferendo administrativo, sino ante la sustitución del poder originario. El primer poder de la República, el pueblo, está siendo desplazado a plena luz del día, en tiempo real, mientras los medios convierten la escena en relato moral y juridicista. La Constitución es clara: el artículo 9 reconoce que la soberanía reside en el pueblo, no en los órganos que derivan su legitimidad de él. Ese orden jerárquico no es una cortesía semántica: es el fundamento mismo del pacto republicano. Nadie, ningún tribunal, magistratura, despacho o corporación estatal, está por encima de la Constitución. Sin embargo, hoy asistimos a un proceso en el que ese principio está siendo revertido en la práctica, sin reforma constitucional, sin debate público y sin consentimiento ciudadano.

La gravedad no reside en la coyuntura electoral, sino en lo que ella habilita: la instauración de un poder que no se somete ya a la soberanía popular, sino que la administra. No estamos discutiendo preferencias partidarias ni juicios morales sobre el comportamiento del Ejecutivo. Lo que está en juego es algo infinitamente más serio: quién tiene la titularidad del poder en Costa Rica, el pueblo o una élite institucionalizada que ya no se percibe a sí misma como órgano derivado, sino como custodio de lo político. Cuando un órgano derivado se arroga la capacidad de decidir quién puede existir o no en la arena pública, lo que se altera no es una regla del juego: es la titularidad del juego mismo.

Y en este punto es donde debemos nombrar lo que ocurre sin rodeos: el Tribunal Supremo de Elecciones ha dejado de comportarse como árbitro y ha comenzado a actuar como soberano. No custodia un proceso: lo sustituye. No vela por garantías: define actores. No certifica la voluntad electoral: la filtra. Lo que en otro tiempo habría sido una extralimitación puntual hoy se ha convertido en un patrón de poder: un tribunal que no interpreta la ley, sino que la absorbe como fundamento de un nuevo pacto institucional no refrendado por la ciudadanía.

El problema no es jurídico, sino político en su raíz: en Costa Rica estamos presenciando el nacimiento de un quinto poder, más allá del pueblo en el que residen tres poderes independientes entre sí: legislativo, el ejecutivo, el judicial. El TSE actúa como un poder con la capacidad no solo de supervisar, sino de determinar quién tiene derecho político pleno y quién no. Es un poder que se legitima no mediante la soberanía popular, sino mediante la espectacularización pública, la ceremonia televisada de la “corrección institucional”, el moralismo de vitrina que encubre la ruptura de fondo. Y aquí es donde el país debe tener claridad: este fenómeno no es una respuesta; es una reconfiguración. No estamos ante un tribunal “firme”; estamos ante un tribunal autonomizado. Ese desplazamiento, si se consolida como normalidad, instala un precedente irreversible: la soberanía deja de estar radicada en el pueblo y se traslada a un órgano no electo.

Costa Rica está siendo conducida a un régimen de tutelaje institucional en el que la ciudadanía no es sujeto político, sino menor de edad. Le dicen qué está autorizado a pensar, qué está autorizado a votar, y quiénes son los actores considerados “legítimos” para representarlo. El problema no es un pronunciamiento: es la pretensión de soberanía detrás de él. Este país conoció antes la tutela oligárquica, pero al menos entonces no se disimulaba con esta estética de república “exquisitamente higiénica”. Lo nuevo es la sofisticación del mecanismo: ya no se manda desde la finca cafetalera ni desde el club privado, sino desde la oficina revestida de neutralidad institucional. Y se legitima no mediante el miedo, sino mediante la apariencia de “normalidad democrática”. Lo que se está fracturando es más profundo: la ciudadanía es reducida a espectadora del poder que nació de ella pero ya no le pertenece.

Aquí vale decirlo sin maquillaje: el golpe está siendo televisado. No necesita sigilo porque se ejecuta en nombre de la “defensa institucional”. No requiere cuartel ni fusiles porque opera mediante legitimación mediática. No se impone contra el pueblo: se realiza sustituyéndolo. Lo que en otras épocas habría requerido tanques, hoy se ejecuta con conferencias de prensa. Lo que en otras geografías exige estados de excepción, aquí se disfraza como “resolución”. El gesto es el mismo: la soberanía cambia de manos. El ropaje es otro: ahora viaja en streaming.

Lo que se está consolidando ante nuestros ojos no es un episodio aislado, sino la coronación jurídica de un proyecto político que no nace hoy. El tutelaje institucional, esa pretensión de que “unos pocos” se reservan el derecho de decidir quién está apto para representar al país, tiene linaje histórico. No es improvisación: es continuidad. Costa Rica nunca ha sido una democracia sin custodios; ha sido una democracia administrada por custodios que, cuando sienten que pierden el monopolio simbólico, sustituyen al soberano en nombre del “bien superior de la república”.

Por eso la operación no sorprende: los mismos apellidos que edificaron la narrativa de excepcionalidad democrática son los que hoy se presentan como guardianes del orden, aun cuando ese orden implique despojar al pueblo de su primerísima prerrogativa: decidir por sí mismo. No se trata del apellido como persona privada, sino como estructura de reproducción de poder. La familia Arias no representa simplemente una trayectoria política; representa el arquetipo del país tutelado: el país donde la mediación oligárquica no solo regula la democracia, sino que pretende encarnar su legitimidad. La genealogía del tutelaje hoy encuentra en el TSE el vehículo perfecto: un poder no electo que ya no fiscaliza la democracia, sino que la administra como si fuera concesión. Es la misma lógica colonial: el pueblo puede “participar”, pero bajo vigilancia. No es casualidad que el poder de los hermanos Arias Sánchez. pueda ser rastreado desde lo más rancio de la Colonia.

Aquí radica lo verdaderamente alarmante: este movimiento no es coyuntural, es estructural. Y lo estructural, cuando no se nombra, se vuelve normalidad. En condiciones así, la ciudadanía deja de ser pueblo soberano y se convierte en usuario de un sistema gestionado por otros. Se la contempla, se la ordena, se la administra. Basta mirar el tono con el que se comunica la sanción pública: no es el de un órgano que “aplica la ley”, sino el de un custodio que “corrige” al país. Es exactamente en esa dimensión donde emerge el verdadero golpe: allí donde el árbitro decide que ya no basta con vigilar las reglas, ahora determinará quién tiene derecho a jugarlas.

Este es el punto decisivo: cuando la política deja de ser campo de disputa ciudadana y pasa a ser un territorio curado por magistrados, ya no estamos ante una república, sino ante una república tutelada. Y una república tutelada es, por definición, una soberanía secuestrada. Ahí está el corazón de la ruptura: no se le está diciendo al Ejecutivo “usted no puede hacer esto”, se le está diciendo al pueblo “usted no tiene permiso para decidir quién gobierna”. Eso no es “control institucional”: es la expropiación del derecho político que reside en el soberano.

Por eso la advertencia necesaria hoy no es en defensa de un gobierno; es en defensa de la democracia misma. Quienes creen que esto termina en un ajuste electoral están leyendo el síntoma y no la enfermedad. Un precedente así no se revierte con un cambio de administración: se queda. Se vuelve jurisprudencia cultural. Lo que se consolida no es un fallo, sino un régimen político donde el ciudadano es autorizado, no originario. “La licencia política” pasa a ser la nueva ciudadanía. El que incomode se invalida; el que obedece se certifica.

No hay democracia donde la soberanía es concesión. No hay república donde el primer poder es desplazado por un órgano tutelar. Y no hay institucionalidad sana cuando el tribunal que debía garantizar las reglas decide convertirse en garante de sí mismo. Lo repito porque el país necesita escucharlo sin anestesia: el golpe no se está preparando. El golpe está siendo televisado. Y lo que lo vuelve golpe no es la hostilidad, sino la sustitución: la soberanía ya no es originaria, es administrada.

Por eso hoy la palabra clave no es escándalo, sino mesura. Pero no la mesura cobarde o tibia, sino la mesura republicana: la que exige freno al poder que intenta autonomizarse por encima del “demos”. La mesura no es moderación; es resguardo del lugar del pueblo como sujeto político. Significa recordar que ningún tribunal puede apropiarse del derecho a decidir quién es pueblo y quién no. Significa impedir que la excepción se vuelva hábito. Significa restituir lo que el artículo 9 protege: que la ciudadanía no es tutelada, sino soberana.

Este no es un momento cualquiera. Es un momento de frontera histórica. O Costa Rica afirma la primacía del poder originario, o consiente que la república se transforme en administración de ciudadanía “apta”, curada, filtrada. Hoy no se trata de posiciones partidarias, sino del derecho mismo a que el pueblo siga siendo el pueblo. Porque cuando el soberano debe pedir permiso para ejercer su propia soberanía, ya no hay democracia: hay administración política de la obediencia.

La pregunta decisiva, hoy, es: en Costa Rica ¿manda el pueblo o el nuevo custodio que dice hablar en su nombre? Si la respuesta no se recupera ahora, pronto ya no habrá espacio para recuperarla.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.