Como escritor, el mayor halago que uno puede sentir es que lo lean. Y comienzo mi columna desde el ego, desde el yo, desde el privilegio que he tenido de estudiar las artes literarias, porque, para nadie es un secreto, no todos cuentan con la posibilidad de hacerlo. Dicho eso, leer un libro te cambia la vida.

Así, sin más. Sin adornos. Sin ornamentación exuberante ni sintaxis compleja. Leer te cambia la vida. Es un proceso que, en lo interno, genera una sinapsis que produce empatía con las historias y, en especial, con los personajes, construyendo así una vida paralela temporal dentro de cada uno de nosotros, que procura dialogar con el yo alterno que no soy. O quizás sí. Y, al final, la lectura nos toca de una forma distinta.

Sin embargo, leer se ha convertido en un privilegio que solo unos cuantos afortunados pueden adjuntar a su cotidianidad. Hay una caída en los índices de lectura, diría yo que poco sorprendente, entre las clases más modestas. Duele saber que una herramienta cognitiva tan importante no está logrando desarrollarse como debería en un grupo demográfico que necesita de ella para poder salir adelante.

Un entorno privilegiado tiene contactos y recursos. Los que no forman parte de ese entorno dependen de desarrollar habilidades que les permitan surgir en un mundo voraz. La lectura y la capacidad de entender textos complejos son solo algunas de ellas.

El mundo tan inmediato en el que nos tocó vivir no da tregua al pensamiento crítico. Necesitamos cada vez más shots de dopamina para poder hacerle frente a nuestra realidad. Leer textos complejos requiere un esfuerzo distinto y una atención específica que no estamos dispuestos a negociar ni a intercambiar.

Además, los precios de los libros cada vez son más altos. El mercado literario se ha convertido en un escaparate repleto de signos de dólar (o euro, o colón) para quienes producen sin parar. El abismo tan grande que existe en este momento entre la capacidad de adquirir un libro y la voluntad de leerlo asusta.

Quienes pueden, no quieren. Quienes quieren, no pueden. Cuán injusto. Necesitamos más bibliotecas públicas. Necesitamos más donaciones de libros. Podemos llegar a más personas. El solo pensar que la literatura se convierta en una puerta de acceso tan pequeña me genera un no sé qué.

Ahora que se nos vienen las fiestas de fin de año, regalemos más libros. Que la lectura siga siendo ese puente feliz entre nosotros y el tiempo libre. La culpa sigue siendo del arte, por hacernos tan dependientes —de buena forma— de lo que produce en nosotros cuando lo admiramos con ojos empáticos.

Leer, en estos tiempos, es un acto de rebeldía.