Toda civilización ha tenido su logos, su manera de organizar el mundo y darle sentido. Para los griegos fue la armonía entre razón y cosmos; para las culturas mesoamericanas, el equilibrio entre el orden humano y el orden natural; para Oriente, la idea de un flujo vital que no se domina, sino que se armoniza. El logos es siempre una forma de pensamiento situada: un modo de ver, sentir y ordenar la experiencia.
En el mundo posmoderno y de sesgo occidental, ese logos ha adoptado una nueva forma: el algoritmo. Lo que antes era palabra o mito, hoy es cálculo, fórmula. Lo que era reflexión filosófica, hoy es programación y flujo de datos. Pero la estructura profunda es la misma: el algoritmo, como el logos, organiza la realidad según un sistema de principios que se asumen universales, aunque en verdad provienen de una experiencia histórica y cultural concreta: en este caso, la del Occidente europeo moderno.
La lógica algorítmica (lineal, determinista, causal, cuantificable) es hija directa del racionalismo cartesiano y del proyecto ilustrado que concibió al mundo como una máquina y al ser humano como su operador. Hoy, bajo esa mirada todo lo real se vuelve información susceptible de ser procesada, y todo problema humano puede, en teoría, ser resuelto por la razón instrumental o técnica.
Sin embargo, esta racionalidad que se autoproclama universal no es neutral ni eterna: es producto de una historia específica. Surgió de la modernidad europea, de su necesidad de control, de expansión y de dominio. Se consolidó en los siglos de la colonización, cuando Europa impuso no solo sus ejércitos, sino también su forma de entender la verdad, el tiempo y el progreso. De ahí que la tecnología moderna, y su culminación algorítmica, lleve en su núcleo una idea de jerarquía: la creencia de que existe un único modo “correcto” de pensar, calcular y organizar la vida.
Hoy, cuando el algoritmo gobierna la economía, la información, la percepción de la realidad, y hasta amenaza a la política misma, esa lógica se extiende como nueva religión secular: el culto a la eficiencia, a la predicción y al control total. Todo bajo la máscara del progreso y la libertad, desde luego. Pero, detrás de esa apariencia de neutralidad matemática, subsiste un viejo impulso colonial: la voluntad de imponer un modelo de racionalidad único, una forma de pensar que se autodefine como superior, civilizadora, portadora de la luz del progreso. En otras palabras, otra forma posmoderna de racismo.
Decir que “solo el algoritmo occidental”, con su fe en el individuo abstracto, en el progreso infinito y en la libertad entendida como dominio sobre lo otro, representa seguridad, razón y verdad, es repetir el mito del supremacismo de otras épocas bajo una nueva máscara digital. Es la misma lógica que justificó la colonización, ahora expresada en el lenguaje de la tecnología y la globalización.
El racismo, en su raíz más profunda, no es solo biológico: es también epistémico. Consiste en negar a los otros pueblos la posibilidad de tener su propio logos, su propia forma de pensar y ordenar la realidad. Y eso es lo que hace la ideología del algoritmo universal: borra la diversidad de racionalidades posibles, reduce lo humano a datos y uniformiza la vida bajo una sola forma de cálculo.
Frente a eso, es urgente recuperar la pluralidad de los logos. Se debe reconocer que cada cultura con su lengua, su estética, su ética y su relación con la naturaleza, encarna una forma distinta de inteligencia, tan válida y necesaria como cualquier otra. Esa es la verdadera diversidad del mundo que debemos celebrar. En lugar de aspirar a un modelo de algoritmos que homogenicen el planeta, deberíamos aprender a construir un diálogo de racionalidades, una pluralidad de técnicas que respete las diferencias y las traduzca en convivencia. Algunos en Asia lo llaman algo así como una forma de modernización sin occidentalización.
El desafío del siglo XXI no es solo tecnológico, sino espiritual y civilizatorio: descolonizar la razón, liberar el pensamiento de la ilusión de universalidad que lo hace cómplice del poder. Porque mientras creamos que solo existe un modo legítimo de pensar —el occidental, el algorítmico, el del individuo autónomo y la eficiencia sin fin—, seguiremos perpetuando la misma estructura de dominación que el colonialismo inauguró y que hoy el código perpetúa silenciosamente. El algoritmo no es el destino de la humanidad: es solo una de sus lenguas posibles. Y ninguna lengua, por brillante que sea, puede pretender ser la voz única de la razón.
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