En el año 83 de nuestra era, Roma había llegado a Caledonia —hoy Escocia— a conquistar. En nombre del orden, y en la batalla del Monte Graupio, hizo lo de siempre: incendió aldeas, arrasó campos y dejó atrás ruinas y cadáveres. Tácito cuenta que el líder de la resistencia caledonia, al ver su tierra devastada, advirtió diciendo que los romanos “donde crean un desierto, lo llaman paz” (Ubi solitudinem faciunt, pacem appellant).

Los conquistadores usan el mismo lenguaje en diferentes épocas. El ejército israelí crea un desierto en Gaza y lo llama paz. Sin ser un imperio, es una fuerza de ocupación que destruye con fines políticos y económicos de conquista —como lo hizo Roma en su momento— y, para los más religiosos, con pretensión mesiánica. El objetivo ha sido siempre desaparecer a los palestinos del mapa.

La desertificación de Gaza significa la imposibilidad misma del retorno de los gazatíes a su tierra. Y esto es crucial: si un palestino sale de Gaza —hacia Egipto, Jordania o cualquier otro lugar— se convierte en refugiado sin derecho de retorno, según la legislación israelí. Para el gobierno de Netanyahu y su coalición de extrema derecha, es prioridad que la población palestina no tenga adónde volver. Ese ha sido siempre el propósito del mal llamado Ejército de “Defensa” de Israel: impedir que quienes sobreviven tengan adónde regresar.

Donde había calles, parques, escuelas y viviendas, no quedan más que escombros. Entre los restos también quedó enterrado el patrimonio de un pueblo milenario. Esta demolición se ha ensañado con las instituciones del presente y con aquellas que encarnan el pasado, la identidad y la comunidad: monumentos, archivos, bibliotecas y museos. Aniquilar total o parcialmente a un grupo -y los rasgos culturales, históricos y simbólicos que lo constituyen como comunidad- es el núcleo mismo del genocidio.

El ejército israelí ha arrasado Gaza con maquinaria fabricada por la empresa estadounidense Caterpillar. Su bulldozer D9, reformado para acciones militares de ofensiva, ha sido el instrumento clave de las operaciones de demolición. Lo que Roma hizo a caballo y con fuego, Israel lo hace con una flota de cien bulldozers, cada uno valorado en un millón de dólares y con apoyo internacional. Desde el 27 de octubre de 2023, los D9 se han abierto paso entre edificios y barrios, creando nuevas rutas para el ejército, acumulando escombros y asegurando posiciones militares, a una escala sin precedentes, asimétrica y desproporcionada.

En un documental del periódico francés Le Monde, durante una emisión de televisión, se oye a un operador israelí de D9, Avraham Zarbiv, jactarse con orgullo de haber destruido 50 casas; y a otros dos, Guy Zaken y Eliran Mizrahi, alardear de haber demolido más de 5.000, mientras el público aplaude. Los propios operadores de bulldozer describen a la prensa “la destrucción militar, metódica y sistemática de cada barrio y zona urbana de Beit Hanoun [en la franja de Gaza]” en total impunidad.

Además de la demolición total de viviendas, los D9 “afeitansistemáticamente los campos de cultivo, empobreciendo la tierra. Según el mismo reportaje de Le Monde, el 86 % de la superficie cultivable de Gaza ha sido raspada y empobrecida por estos bulldozers. La consecuencia es denunciada por Naciones Unidas, que asegura que la tierra ya no podrá producir. Sin casas, escuelas, hospitales, ni campos de cultivo, ha logrado Israel borrar los elementos físicos del pueblo palestino en Gaza. Por más que la comunidad internacional repita la palabra paz, para Israel solo habrá paz cuando no quede nada de Gaza y le cambien el nombre.

El 6 de octubre de 2023, Gaza era una ciudad. Dos años después, Israel la convirtió en un desierto. Según la ONU, se han generado 61 millones de toneladas de escombros y harán falta 15 años solo para limpiar antes de pensar en reconstruir. Todas las fuentes del reportaje de Le Monde están documentadas. Y la historia, inevitablemente, recordará a quienes llamaron “paz” a un desierto, aunque pasen dos mil años.

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