
Se debe asegurar que los servicios lleguen a poblaciones vulnerables, zonas rurales, comunidades históricamente golpeadas por catástrofes y más.
Cuando una catástrofe golpea al país, sea un huracán, una inundación, un terremoto o una crisis sanitaria, el daño no se limita a lo que se ve. Detrás de los escombros y las pérdidas materiales, también se resquebraja el equilibrio emocional de miles de personas. Por eso, la atención a la salud mental debe formar parte de toda respuesta nacional ante emergencias, no como un añadido o algo secundario, sino como un derecho fundamental.
“El 10 de octubre se conmemora el Día Mundial de la Salud Mental, una fecha que nos recuerda que incluso en medio del caos, cada persona merece apoyo, escucha y acompañamiento. Es un llamado urgente a fortalecer la acción colectiva para proteger y ampliar los servicios de salud mental en tiempos de crisis, porque la mente necesita cuidado inmediato e integral”, señaló Álvaro Solano, director de la Escuela de Psicología de Universidad Fidélitas.
El sufrimiento psicológico después de una emergencia puede golpear de inmediato o aparecer mucho después del desastre y acompañar a las personas durante años, especialmente cuando se viven pérdidas, duelos, desplazamientos o la ruptura de vínculos comunitarios. Es ahí donde se gestan cuadros de ansiedad, depresión, estrés postraumático y otros trastornos que requieren atención constante.
Garantizar el acceso a servicios de salud mental es un acto de dignidad humana. Significa asegurar que nadie quede solo cuando la vida se desordena, que el dolor tenga un lugar donde ser escuchado y que la recuperación sea también emocional.
Aun así, el camino no es sencillo. Muchas personas no logran acceder a la ayuda que necesitan, o lo hacen demasiado tarde. Persisten barreras como la escasez de especialistas, la sobrecarga de los servicios de atención primaria, la falta de redes comunitarias, el estigma social y la debilidad de la coordinación entre instituciones.
Las cifras lo confirman: durante la pandemia de COVID-19, el 61 % de la población costarricense presentó síntomas de depresión, y un 43,7 % manifestó ansiedad grave. Además, un 32,1 % reportó una afectación crítica en su salud mental, según datos del Ministerio de Salud.
Tras la emergencia sanitaria, la situación no mejoró del todo. En 2021, la incidencia de depresión fue especialmente alta entre las mujeres jóvenes, con tasas de hasta 244,9 casos por cada 100 000 habitantes, y cantones como Parrita alcanzaron 509,9 casos por cada 100 000 habitantes.
Ante este panorama, el Ministerio de Salud ha dado un paso significativo con la aprobación de la Política Nacional de Salud Mental 2024-2034, que propone un enfoque integral con énfasis en la creación de entornos protectores, la prevención del suicidio y la cooperación entre sectores.
Las cifras y los testimonios nos dejan una lección clara, la salud mental no puede esperar. Debe estar presente en cada acción, en cada política y en cada respuesta de emergencia, porque cuidar la mente es cuidar la vida.