Desde siempre, las victorias y los corazones rotos se han resuelto alrededor de alguna bebida nacida del reposo y la fermentación. Reyes y ejércitos despertaban con el fruto fermentado de la vid, mientras uno que otro plebeyo lloraba en compañía del licor dorado de la cebada.

Así, más o menos, comenzó mi conversación con mi amigo Esteban hace unas semanas. Como padres de dos niñas, nos enfrentamos a diario a retos poco comunes para la mayoría de los menores de treinta años (y ojo, que lo digo solo como dato demográfico, porque ya pasamos de esa edad). Desde cambiar pañales hasta apaciguar las tumultuosas aguas del berrinche —que de meditativo tiene poco o nada—, la paternidad nos las trae todas.

Ese jueves, sin embargo, hicimos una pausa y descubrimos el valor de detenerse en la intersección, con todo y su espuma de cebada y oro. Lo que en el bajo mundo conocemos como la “birra”. Llegamos a la conclusión de que, como padres, más allá de lo que contengan las jarras que sostengamos, siempre hace falta parar, respirar y agarrar fuerzas. Porque, venga, la paternidad tampoco es fácil cuando se ejerce desde la responsabilidad y la entrega.

Esteban y yo agradecimos a los guardianes de la alquimia cervecera en tiempos oscuros: aquellos monjes que pusieron su conocimiento y experimentación al servicio de la comunidad. Gracias a ellos, en pleno siglo XXI, dos padres de familia pudimos brindar, celebrar y compartir por una noche. Sentarse a conversar alrededor de una cerveza, con la moderación debida, es una terapia infravalorada que debería considerarse más un arte. Un arte por el que vale la pena luchar para mantener vivo. Porque, para variar, la culpa es del arte.