El primer sonido que escuchó mi hija no fue una palabra. Fue el latido del corazón de su mamá. Antes de siquiera entender qué sucede a nuestro alrededor, nos dejamos llevar por los arrullos. Una canción de cuna no solo sirve para dormir a un bebé: es una burbuja protectora contra el miedo y la maldad. Una promesa tácita, silenciosa, de que, aunque afuera el mundo se esté cayendo, alguien vela por nosotros.

En lugares como Siria, Gaza e incluso Ucrania, hay madres que en este momento tararean melodías sin palabras —porque no hay palabras para tanta maldad— con tal de que sus hijos no despierten con las bombas. En muchas guerras pasadas, en distintas partes del mundo, hubo madres que ganaron pequeñas batallas cantando hasta dormir a sus hijos, para que no escucharan el odio entre los hombres.

¿Cómo dormir cuando lo que llueve no es agua sino fuego, cuando lo que se come no es pan sino basura, cuando el futuro parece un espejo quebrado? Y, sin embargo, ahí está: palpable como estos párrafos, el amor inyectado en melodías, el murmullo suave que llega a los oídos de los niños y teje esperanza en medio del dolor y la inhabitabilidad de este mundo.

Los números que vemos en periódicos y noticieros hablan de estrategias, de muertos, de misiles disparados. Pero ninguna, NINGUNA, habla de los niños que no entienden por qué sus padres tiemblan, ni de cuántos aprenden demasiado rápido lo que significa tener miedo. Para ellos, las canciones de cuna son un escudo protector.

Queda mucho por aprender de esas voces que cantan en medio de la desolación. Susurros que mantienen la llama del amor y la esperanza encendida. De eso… de eso sí puedo culpar al arte.