La fogata crepitaba en medio de la noche estrellada, mientras yo sostenía la botella de lo que ustedes quieran imaginar que sea. Me llegaba el susurro desentonado de los grillos que cantaban, al tiempo que las conversaciones entrelazaban historias de todo tipo: desde despechos inmerecidos hasta lágrimas de risa. El círculo de amigos convivía en un intento de integrar aquella pequeña comunidad de voluntariado.
Todo marchaba con la normalidad que se espera de este tipo de eventos, hasta que algún infame, con voz afanada, dictó lo que serían las siguientes tres horas de actividad:
—¡Que pongan plancha! —dijo el desgraciado.
Ni para qué les cuento lo que aconteció. Una seguidilla de canciones que abrieron viejas heridas, incluso entre quienes mantenían una relación sana y estable. Recuerdos de un pasado lejano que ya fue, que ya no volverá y que, gracias a la vida, ahí se va a quedar.
Las baladas tienen la poderosa magia de llevarnos a un plano diferente, donde solo existe el dolor de corazón, el arrepentimiento, los “hubiera” y —ni qué decir— los recuerdos. Lo cual es irónico, porque vivimos todo eso en medio de risas, afirmaciones jocosas sobre lo que hicimos por aquella o por aquel, y una nostalgia dividida entre lo bonito que fue vivirlo y la certeza de no querer volver a pasarlo.
Cantar baladas es un arte que no debe perderse nunca. Es un recordatorio de que aún se puede vivir —y revivir— a través de la música. Un boceto ligero e incompleto de la vida que soñamos que sería y no fue. Una añoranza perdida en medio de la noche, con el corazón hecho un puño, mientras nos abrazamos “desgalillados” y le pedimos a la garganta que aguante una más. Solo una más. Aunque al final sepamos que es mentira, porque resulta que la siguiente balada es mejor que la anterior.
Gracias a ese grupo de amigos que me hizo revivir, ese fin de semana, el arte de cantar baladas. Que no se diga que no lo dimos todo. Porque estamos hablando de una amistad que, definitivamente, es culpa del arte.