El día de ayer, en el trayecto habitual de la urbana San Isidro-Palmares, logré escuchar —a partir de una inesperada pausa en la conexión de mis audifonos bluetooth— una de las frases emitidas por humanos adultos que, desde mis años de preadolescencia, generan mayor malestar e incomodidad:

Al menos, yo solo güaro tomo y he tomado toda mi vida. Nunca he probado —incluso cuando se me ha ofrecido—, ningún tipo de droga”.

Al escuchar la infame frase, pronunciada, en tono burlesco, por un hombre de aproximadamente 50 años en una conversación trivial que compartía con una mujer tal vez 10 años más joven, mi actitud y receptividad, como de forma usual, transitó a través de una serie de emociones primarias y secundarias; unas ya conocidas, como por ejemplo: el enojo, a partir del ataque personal indirecto que percibo desde pequeño, de los individuos que emiten esta clase de comentarios hacia los usuarios de otro tipo de drogas ilegales o no cobijadas por la moralidad contextual que abraza al consumo del alcohol; la tristeza, al brindar un espacio de análisis consciente sobre los múltiples efectos adversos que el consumo de esta sustancia tiene en los seres humanos y en todas las vidas apagadas gracias a su consumo excesivo; y la frustración, generada desde la impotencia que suscita la normalización de su consumo[1], la falta de información sobre su clasificación como droga psicoactiva, la minimización de sus consecuencias multidimensionales y la defensa social y moral de esta droga en mi contexto y entorno.

Sin embargo, también logré delimitar nuevas emociones en la interiorización del comentario que, por sincronicidades del universo, llegó una vez más a mí. Entre estas emociones, quisiera resaltar a la empatía y la esperanza como motores conductuales, ya que, confío en que sean ellas —y no un sentimiento de superioridad moral ni el privilegio de contar con una comprensión más amplia e integral sobre el fenómeno del consumo de estupefacientes, en comparación con la persona que emitió el comentario— las que me impulsen a redactar esta reflexión introspectiva.

Ahora bien, hace aproximadamente 5 meses, tomé la decisión de no volver a tomar alcohol. No más cerveza, no más vino, no más kombucha con alcohol, cubas, cacique, leche de burra o sake. Así, mi decisión parte de la consciencia que he desarrollado y adherido en mi sistema de creencias sobre el efecto nocivo que tiene el alcohol en mi organismo a corto, mediano y largo plazo. Ello gracias a una comprensión e interiorización de las enseñanzas adquiridas en mi hogar, mis centros de estudio, mis relaciones interpersonales y mi propia búsqueda del bienestar integral.

No obstante, esta decisión no me hace un ser especial, ni me faculta como un ente de superioridad moral o gurú espiritual, ni tampoco como un abanderado de la sobriedad y el wellness. Ello debido a que, este modus vivendi es solo el reflejo de una tendencia generacional que es abrazada, alrededor del mundo, por los chicos nacidos después de los 2000, pertenecientes a la Generación Z. Para ponerlos en contexto, yo también tengo unas Adidas Gazelle, lol. Sin embargo, más que una simple moda, esta decisión pone en evidencia un factor determinante que está profundamente arraigado en el sistema de valores de los gen Z 's: “un marcado interés por adoptar estilos de vida saludables, en contraste con lo observado en generaciones anteriores”.

De este modo, las estrategias de mercadeo del alcohol han ido adaptándose para alinearse con esos nuevos valores. Como señala la autora, Adds Sybil Marsh, las estrategias actuales de marketing del alcohol se abstienen de declarar de forma abierta que su consumo sea saludable, pero lo presentan como compatible con un estilo de vida equilibrado.

Así, por ejemplo, yo no puedo escuchar la canción Sunny Days (what a vibe tho) o Burning Man de Patterns sin pensar en una birrita en la playa. Nada de desenfreno, solo una salida chill de conexión con mis compis, entre bikinis y hieleras. Esta narrativa contrasta, de manera notable, con la utilizada en la publicidad dirigida a la Generación X, la cual promovía abiertamente una cultura de excesos y desenfreno, con mensajes como “fiesta sin límites”.

De esta forma, el privilegio de contar con un sistema integral de contención, apoyo y respeto, centrado en mis relaciones familiares y de amistad, me ha permitido, luego de agradecer por mi suerte kármica, comprender la compleja tarea que puede resultar el buscar una ventana de bienestar en un contexto adverso multidimensional. Es por ello que, mi empatía se centra en la lucha sistémica que libran las personas, pertenecientes a diferentes generaciones, contra un monstruo cultural, que aunado al mercadeo y la propaganda empresarial y a partir de los esfuerzos de ciertos investigadores y mercadólogos de llenar el mundo de alcohol a como dé lugar, se nutre de comentarios, dentro de sus hogares, lugares de trabajo, gimnasios y centros educativos y de ocio, como los emitidos por el señor en el bus.

Ahora bien, no se trata necesariamente de que los jóvenes de la Generación Z carezcan por completo de los recursos económicos para participar en ciertas actividades o estilos de vida tradicionales. Bueno, si bien podemos enfrentar limitaciones financieras, lo cierto es que las generaciones anteriores solían destinar una proporción significativamente mayor de sus ingresos disponibles al consumo de alcohol. No obstante, factores como la disminución en la edad de inicio en el consumo de alcohol, así como un cambio significativo en las dinámicas de interacción social y en el rol que el alcohol desempeña dentro de ellas, evidencian que esta sustancia ha dejado de ocupar un lugar central en los años formativos y más influenciables de las nuevas generaciones. Esto abre la posibilidad de que, en un futuro cercano, el alcohol deje de ser un componente relevante en la construcción de sus identidades, en sus procesos de socialización, en la configuración de su personalidad y en sus patrones de conducta asociados a la aceptación social.

No obstante, este objetivo no podrá alcanzarse si no se incorporan nuevos patrones de consumo y se limita la influencia del aparato publicitario y de marketing de la industria del alcohol en la percepción de las nuevas generaciones. Esto resulta especialmente urgente si se considera la forma en que dicho aparato ha replicado estrategias utilizadas por la industria tabacalera, como la introducción de cigarrillos electrónicos, para captar la atención de mercados cada vez más jóvenes.

Desde esta perspectiva nace mi esperanza, una esperanza que —al igual que la mirada de Hansi Flick sobre un Lamine Yamal de 17 años y su generación como catalizadores del resurgir del FC Barcelona— se sustenta en la convicción de que el futuro, guiado por las ideas, decisiones y acciones de las nuevas generaciones, proyecta un escenario de transformación cultural en torno al consumo de alcohol.

[1] En Costa Rica, las bebidas alcohólicas se mantienen como el principal producto psicoactivo de consumo, según el IAFA (2024), dividido entre consumidores sociales, personales, familiares, subordinados y cosmopolitas. A su vez, la mayor cantidad de consumidores de bebidas alcohólicas se encuentran en el grupo de los 20 a 29 años.

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